Por: Wilson Benavides Vásquez, analista político
El cambio de votos por favores no es una práctica nueva en la política latinoamericana, ni menos aún ecuatoriana. Sendas investigaciones sobre el populismo en la región, han dado cuenta de cómo el clientelismo político es una forma de relacionamiento entre los líderes carismáticos y sus votantes.
Estos estudios, aseguran que este tipo de comportamiento es propio de la cultura política de las clases populares, de los sectores subalternos, de los marginados de las grandes ciudades, quienes se convierten en la base de apoyo electoral de proyectos “autoritarios”, que buscan dinamitar los cimientos de la democracia representativa, debilitando los partidos políticos y coartando la libertad de expresión, entre otras acciones.
Esta matriz de pensamiento, muy difundida en importantes sectores académicos y de opinión pública, da por sentado que la base social del populismo actúa siempre de manera emocional, irracional y prácticamente pre-ciudadana, seducida por el performance del líder, mientras que afirma, que las élites políticas “ilustradas” defienden la institucionalidad, promueven la creación de partidos ideológicos y acuerdos nacionales de largo aliento, construidos en base al interés común y la transparencia.
El juicio político en la Asamblea Nacional al Presidente Lasso ha develado, sin embargo, que el clientelismo no es monopolio solo de los liderazgos populistas y que las “élites ilustradas” descartan utilizarlo para mantenerse en el poder, sino que -por el contrario- constituye un mecanismo bastante eficaz para lograr apoyos concretos en coyunturas complejas, como las que atraviesa el país.
Los legisladores Javier Ortiz, Elina Narváez, Karen Noblecilla y Geraldine Weber, que abandonaron las filas del Partido Social Cristiano (PSC) dejando a esa organización con 12 asambleístas, parecerían ser una muestra de aquella lógica, más allá de los argumentos que han dado públicamente para tomar esa decisión.
Disidencias que además han sido justificadas de manera insólita por varios líderes de opinión, con el pretexto de que en toda democracia es saludable “repartir el poder”, práctica que, por cierto, antes fue totalmente cuestionada por estos mismos voceros.
Lo propio sucede con cuatro legisladores de la Izquierda Democrática y alrededor de 12 del movimiento Pachakutik, quienes -en la sesión plenaria del pasado 9 de mayo- votaron en abstención o simplemente no asistieron al cónclave, donde -con 88 votos a favor- una mayoría de oposición, aprobó continuar el enjuiciamiento político, que al parecer se concretará la próxima semana.
Eso, una vez que este domingo -14 de mayo- se hayan elegido a las nuevas autoridades internas de la Asamblea Nacional, y se posesionen oficialmente en sus cargos los integrantes del Consejo de Participación Ciudadana, y los prefectos, alcaldes, concejales y vocales de Juntas Parroquiales Rurales, elegidos en los comicios del pasado 5 de febrero.
La Presidencia del Parlamento, las dos Vicepresidencias, las vocalías del Consejo de Administración Legislativa (CAL), las presidencias y vicepresidencias de las Comisiones Permanentes, las Comisiones Ocasionales, los Grupos Parlamentarios, entre otros, son los espacios de disputa que también están definiendo, en estas horas, los alineamientos en torno al juicio político.
De allí, que, por ejemplo, el actual titular de la Legislatura, Virgilio Saquicela, haya conseguido ya los respaldos de los bloques del PSC y de la Revolución Ciudadana (RC) para reelegirse, a condición -claro está- de su respaldo irrestricto a la censura y destitución de Guillermo Lasso. Lo propio ocurre desde la Bancada del Acuerdo Nacional (BAN), afín al gobierno, que al parecer está ofreciendo una serie de prebendas, dentro y fuera del Parlamento, para sumar adhesiones por la opción contraria.
Poco o nada de debate programático, poco o nada de coherencia ideológica en algunos casos, absolutamente nada de negociaciones transparentes sobre la mesa, que es lo que debería caracterizar a toda democracia madura, y no lo que los ecuatorianos estamos observando: una oferta de baratijas que legitima el clientelismo y los pactos de trastienda.
Lo cierto es que en apenas dos años de mandato, el jefe de Estado ha enfrentado igual número de procesos de censura y destitución en el Parlamento ecuatoriano, así como -según sus palabras- un sinnúmero de iniciativas de revocatoria del mandato, que han sido archivadas.
El primer intento de destitución en el Parlamento se produjo luego del paro nacional de junio de 2022, donde la oposición intentó -sin éxito- implementar el artículo 130 de la Constitución, pero en ese entonces, 12 votos en abstención del PSC fueron decisivos para no alcanzar la mayoría calificada de 92 voluntades requeridas. El segundo, que está en marcha en estos momentos, se ampara en el artículo 129, e inició luego de la publicación del reportaje “El Gran Padrino” del medio digital La Posta, que involucró al cuñado del jefe de Estado, Danilo Carrera, y al hoy empresario asesinado, Rubén Cherres, en una supuesta red de narcotráfico y corrupción ligada con la mafia albanesa.
Para investigar este tema, la Asamblea integró una comisión ocasional, cuyo informe se aprobó con 104 votos de 137 asambleístas; luego, se inició de manera formal el juicio político con alrededor de 60 firmas de respaldo, y; finalmente, se decidió continuar este proceso con 88 voluntades, quedando a apenas 4 votos, de los 92 requeridos para la censura y destitución, de repetirse la última votación.
En la práctica, el clientelismo está tan arraigado en la cultura política de los sectores populares y de las élites ilustradas, que para muchos asambleístas en funciones, ya no importan “sus” ideologías, “sus” partidos, ni “sus” votantes.
Más allá del desenlace que tenga este juicio político, el primero contra un presidente desde el retorno a la democracia en 1979, es clave intentar modificar esta lógica prebendaria de la clase política, que termina abonando al descrédito no solo de los actores concretos, sino del régimen democrático en su conjunto.
En un sistema de votación de lista cerrada (por partido) como el actualmente vigente, donde se le conmina al ciudadano a votar por programas y no por personas, urge una reforma al Código de la Democracia que establezca como causal de destitución inmediata, la desafiliación o el abandono de la organización política con la que se ganó las elecciones. Quizá esa sería una medida para aplacar, en algo, la lógica clientelar que nos agobia. ¡Quizá…!
La opinión de Wilson Benavides.