Por: Tatiana Sonnenholzner, especialista en comunicación digital
Un domingo en el parque.
Dando zancadas para alcanzarte el paso, uno tuyo eran unos tres de cualquiera que te acompañara y cuatro míos. Hombre largo, grande y enérgico que, consciente de sus cualidades, eran la excusa perfecta para quejarse de lo lentas que éramos sus compañeras de caminata de esa mañana. Al final era imposible, siempre llegabas antes con la boina empapada de sudor y el traje deportivo combinado, aún así impoluto. Un juguito y lo que queramos, porque tú lenguaje de amor era la generosidad y el desprendimiento.
Un domingo a misa.
Cómo al que madruga Dios le ayuda, dirías tu, teníamos que estar listas para salir antes de las 6am al oír la bocina del Terios gris, ese que nos rescataba, nos recogía, nos llevaba a donde necesitáramos y del que no tenías ningún reparo en hacerlo sonar para que no solo salgamos nosotras, sino para que los vecinos también se despierten. Un viaje al centro, santiguarse, cantar las canciones de iglesia y comer la hostia para no decepcionarte, esperar a que llegue el Padre Nuestro para tener el pretexto de agarrarte la mano, las muestras físicas de afecto no eran lo tuyo, ese amor inmenso gritaba en acciones. Tantas que siguen presentes. Tantas, que nadie las ha llegado ni siquiera a alcanzar.
Cómo Dios es tu amigo salíamos bendecidas y protegidas, lo que no sabes es que ese sentimiento era porque tú estabas con nosotras, ser omnipresente. Un sánduche, un helado o de lo que tuvieras ganas para después ir a tu casa, la que hiciste nuestra, el lugar seguro, y ver algún partido de cualquier deporte, en cualquier idioma, en cualquier momento del día y alegrarte cuando cambiaba el marcador en positivo al equipo que más te gustaba, hecho al que yo no le encontraba ninguna diversión y que era un lullaby para mi. Así me cedías tu cama para una siesta mientras tú fingías no hacerla en el sofá.
Un domingo de fútbol.
Ese conjunto deportivo era remplazado por algún pantalón de traje y un saco cuello tortuga que combinaba con las medias para ir a tu trabajo. El ritual empezaba cuando recogíamos las entradas, se desarrollaba en los 90 minutos de partido con un medio tiempo para entregarte tu té caliente, ese bien tan preciado para ti que procurábamos se mantenga tibio hasta bajar a la cancha y dártelo, hacerte un reporte de dónde estábamos sentadas y acordar donde nos veríamos una vez que suene el pitazo final. Terminaba, cuando salías después del último jugador, técnico, asistente, árbitro e hincha. Todos tus amigos, porque quien tuvo el lujo de conocerte, te quiso.
Un domingo del día del padre…
7 años así, sin ti, pero viviendo bajo el acuerdo tácito del por siempre. Ahora le pido a tu amigo que intermedie mi diálogo contigo. Ahora que ya no hablamos ni te puedo ver y cada vez quedan más borrosas mis memorias de ti, decido convertirte en el supremo hacedor de mi fortuna. Quien está detrás de lo bueno que sucede en mi vida y el que, desde algún lugar, me sigue amparando. Un domingo del día del padre te fuiste, pero ese paréntesis no es el final de nuestra historia Papineto, es la manera de rendirte tributo cada año por lo que nos regalaste, en lo que nos convertiste y en lo eterno que eres estrella en un cielo despejado.
La opinión de Tatiana Sonnenholzner.