Por: Viviana Paredes
Lo sucedido esta semana en el Tribunal Contencioso Electoral es grave, pero no menos que los episodios similares que han vivido todas las funciones del Estado sancionadas por una herencia de fragilidad y desorden estatal que, desde 2018 hasta hoy, los organismos del poder público no han podido superar. Entre acusaciones de ilegalidad, una mayoría de jueces del TCE destituyó a Gonzalo Muñoz de su función como presidente y nombró a Ivonne Coloma y Ángel Torres como nuevos presidenta y vicepresidente. Todo esto, en un momento en el que el órgano encargado de administrar justicia electoral debe dirimir sobre la situación de actores políticos tan relevantes como Daniel Noboa y Verónica Abad.
La hoy tradicional concepción de los poderes del Estado, propuesta por Montesquieu, en su momento fue una novedosa ruptura de la forma en que se conformaba y ejercía el poder político. Reemplazar la monarquía requirió de una nueva propuesta que sustituya al rey y entregue la capacidad de decisión y administración del Estado a la masa popular. Desde entonces, y hasta ahora, el sistema democrático de la mayoría de naciones del mundo se ordena a través de los denominados poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Esto significa que, las instituciones del poder público representan de manera directa al pueblo de un país y, su estabilidad significa la estabilidad del pueblo y del Estado, como base para su desarrollo económico y social. El pueblo, entonces dejó de ser la gran masa social y sus individuos se convirtieron en ciudadanos con derechos.
Pero las ciencias sociales responden a las dinámicas sociales y varían permanentemente y de manera correlacionada, tanto la sociología como el derecho evolucionaron para adaptarse a las nuevas realidades y costumbres. Esto se expresa en las normas que rigen los diversos estados. El constitucionalismo garantista, por ejemplo, fue una corriente de pensamiento jurídico que tomó fuerza entre los gobiernos de Latinoamérica durante los albores del siglo XXI, lo que significó una serie de reformas normativas que ampliaron la concepción tradicional de Montesquieu sobre la representación de las mayorías en la administración del Estado.
La Constitución del Ecuador aprobada en 2008, como una muestra de lo señalado, redefinió estas categorías y decidió reordenar el Estado en cinco funciones de un solo poder ciudadano, que son la ejecutiva, legislativa, judicial y las novedosas funciones electoral y de participación ciudadana. En el caso de lo electoral, esta función esta conformada por el Consejo Nacional Electoral y el Tribunal Supremo Electoral; de su lado, la Función de Transparencia y Control Social está compuesta por el Consejo de Participación Ciudadana junto a otras instituciones como la Contraloría y las superintendencias.
Esta organización, que no estuvo exenta de cuestionamientos, fue funcional hasta 2017, año en que el entonces gobernante Lenín Moreno decidió emprender una escalada política contraria a la ideología que habría promulgado, para reorganizar la correlación de fuerzas económicas y partidistas en el país. A la par del regreso del Fondo Monetario Internacional, internamente se iniciaba un peligroso juego de ajedrez que buscaba eliminar a cualquier ficha contraria a sus objetivos. Podríamos señalar a la sucesión permanente de sus vicepresidentes, como el punto de quiebre de la estabilidad institucional. Jorge Glas, María Alejandra Vicuña, Otto Sonnenholzner y María Alejandra Muñoz se convirtieron en fugaces segundos mandatarios en apenas cuatro años del período presidencial. Lenín Moreno entonces controlaba la totalidad de la función ejecutiva.
Así mismo, el legislativo se convirtió en un actor relevante para la aprobación de leyes que reformarían al Estado en función de los objetivos de Moreno y uno tras otro se fueron sucediendo los presidentes de esa función del Estado, primero José Serrano, luego Elizabeth Cabezas y finalmente César Litardo se convirtieron en los rostros de la inestabilidad política en la Asamblea Nacional durante los cuatro años de la gestión presidencial. Así, se vislumbraba el control del ejecutivo sobre la función legislativa.
En la siguiente línea de conquista estaban las instituciones de control, lo que se solucionó con una consulta popular irregular, que atribuyó poderes “supraconstitucionales” a un denominado Consejo de Participación de Transición liderado por Julio César Trujillo Vásquez (+), hombre cercano a Lenín Moreno, quien fue su delegado para la revisión ilimitada del Estado ecuatoriano, sus organismos y representantes. De esta manera, el ejecutivo tenía capacidad de nombrar de manera indirecta a las autoridades de la función de transparencia y control social.
El polémico CPCCS es una de las instituciones que más ha sufrido estas agresiones partidistas al sistema democrático. Desde 2019, año en que finalizó el trabajo del “supremo transitorio”, han pasado por su presidencia ocho funcionarios en apenas cinco años, esto significa que José Carlos Tuárez, Christian Cruz, Sofía Almeida, Alembert Vera y Nicole Bonifaz ejercieron sus funciones por un tiempo menor a un año, aun cuando la ley dictamina que la presidencia debe prolongarse por la mitad del período, esto es dos años. Este es el órgano que más debería preocupar a la opinión pública, porque de su correcto trabajo depende que se designen las autoridades de otros organismos claves. Si la cabeza no funciona bien, es imposible que el resto del cuerpo sea funcional.
La función judicial no quedó fuera de esta intromisión partidista que buscaba concentrar todos los poderes bajo el control del expresidente Lenín Moreno. Entonces empezó la descontrolada sucesión del poder. Julio César Trujillo decidió remover a todos los jueces de la Corte Constitucional y reemplazarla por una denominada “de lujo” que generó graves nudos constitucionales y legales no resueltos. Además, Gustavo Jalkh, Marcelo Merlo, María del Carmen Maldonado, Fausto Murillo, Wilman Terán, Álvaro Román y Mario Godoy son los siete presidentes que ha tenido el Consejo de la Judicatura en apenas seis años. La historia se repite con la Corte Nacional de Justicia y la Fiscalía General del Estado, que son parte de esta función.
Si bien parecería que la función electoral está al margen de esta realidad de inestabilidad, es importante traer a la memoria que durante el primer año de gestión de Lenín Moreno, el Consejo Nacional Electoral era presidido por Juan Pablo Pozo, a quien lo reemplazó irregularmente Nubia Villacís, quien fue sucedida por Gustavo Vega y él por Diana Atamaint, designada por el “supremo transitorio” en 2018. La función electoral también tenía injerencia indirecta del ejecutivo a través de la designación de sus autoridades.
De ahí en adelante, todo lo que vivimos es historia contemporánea. Marcada por la inestabilidad heredada de los juegos del poder partidista para ejercer el control de las instituciones. Después de la salida de Moreno del poder, el camino se hizo más sinuoso, el proyecto de concentración del poder quedó a expensas de los nuevos gobernantes que han sabido replicar los malos ejemplos de la intromisión partidista en lo institucional. Ahora, parecería que todas las corrientes partidistas conciben el control de una parte del Estado como un botín de negociación y persuasión sobre sus contendores políticos. La crisis institucional está enterrando la utópica concepción del poder ciudadano.
La inestabilidad tiene una sola causa, que es la escalada partidista en la toma del poder estatal por encima de la ciudadanía; pero se manifiesta de diferentes maneras como enjuiciamientos políticos, allanamientos fiscales y conformaciones sorpresivas de nuevas mayorías con ánimos golpistas, dentro de sus propias parcelas de poder. En medio de esta crisis anunciada y prevista para un largo tiempo (aún) están 18 millones de “mandantes” que pagan las consecuencias de sus ambiciosos mandatarios. ¿Hasta cuándo Padre Almeida?
La opinión de Viviana Paredes