Por: Tatiana Sonnenholzner, especialista en comunicación digital
Tiene 35 años. Para una persona de 17 años, será un señor que da cringe la mayoría de las veces; para una de 30, un joven adulto maduro e independiente, pero en múltiples crisis tratando de encontrar el para qué de la vida; y para una de 60 años o más, un jovencito con muchas oportunidades que recién está viviendo.
35 años desde que cayó el muro de Berlín, y su interpretación dependerá de los ojos con los que se mire.
Alemania votará y entre las opciones hay un partido al que se le cuestiona por su ideología política ya que existen evidencias de que es de extrema derecha. La Constitución alemana, en el Art. 21, prohíbe la existencia de “partidos que apunten en sus objetivos o en las acciones de sus seguidores a vulnerar el orden democrático liberal o a eliminarlo, o que pongan en peligro la existencia de la República Federal de Alemania”. Sin embargo, este partido existe y actualmente busca un espacio en el Bundesregierung. Aunque es improbable que gane, su posicionamiento y popularidad son interesantes (preocupantes) de ver.
Analizando las recientes decisiones de los votantes a nivel mundial, y tomando el ejemplo de la AfD, me preguntaba por qué una sociedad está eligiendo a líderes que comparten y promueven discursos de odio.
Las nuevas generaciones conocen la historia a través de otros, como un cuento que pudo o no haber ocurrido. Como nativos digitales, cualquier historia antigua es un mito que dependerá de quién la cuente. Si es alguien influyente, gana más credibilidad, pues si tiene seguidores, también tiene la razón (¿no?). Además, en los hechos, lo que actualmente ven y experimentan es un país débil económicamente, con un alto índice de migración y la amenaza de que pronto no podrán ser libres. Todo esto, sumado al bombardeo de información poco lúdica y muchos enemigos alrededor que amenazan con quitarles lo que tienen, mientras el algoritmo les vende un nuevo producto para pertenecer y acumular.
El segundo grupo también conoció la historia a través de otros, pero la escuchó con la evidencia de las cicatrices que mostraron los historiadores. Una historia contada por los testigos en la que el puente de conexión es el dolor, pero también la esperanza de que, a pesar de todo, lograron levantarse, disculparse, disculpar y convertirse en una nación poderosa y respetuosa de los Derechos Humanos y la democracia. Hasta que el pánico de nunca más cruzar esa línea invisible, ni levantar muros, se salió de control y perdieron el equilibrio.
Y están los heridos, los hijos de ese conflicto, a quienes las cicatrices marcaron para siempre y quienes encontraron paz en las ruinas (no es figurado). Tranquilidad en ver que lo que un día se levantó desde el falso discurso de unidad y estabilidad, se demolió, haciendo esos conceptos posibles, pero siguiendo el orden natural de los seres vivos, están desapareciendo.
35 años pueden ser mucho o poco. Acorde a los hechos recientes, parecería que es nada. Ahora, los muros que se levantan para dividir ya no son inmensas estructuras de cemento y concreto; son ideas que se taladran en el imaginario de la gente, con el condimento de la inmediatez, las redes sociales y las anteriores administraciones, incapaces de reconocer sus errores, que han sumado al hecho de que hoy nos encontremos aquí, divididos, con un gran sector de la población que apoya y aplaude el odio y la violencia como solución para las problemáticas causadas por eso mismo.
Ojalá no tengamos que ser los nuevos heridos para empezar, ahí sí, a ser conscientes de lo que significa cicatrizar.
La opinión de Tatiana Sonnenholzner