El economista canadiense-norteamericano John K. Galbraith (1908-2006) tuvo destacada influencia académica y pública en su época (profesor en Harvard, asesor de John F. Kennedy, etc.) y dejó numerosas obras que buscaban ajustar la teoría económica a las realidades históricas, lo que condujo a contraponer su pensamiento a los dogmas del mercado. Uno de sus libros menos conocidos es Historia de la Economía (Economics in Perspective. A critical History, 1989), en el que dedica una sección especial al “Estado del bienestar”.
Los antecedentes se hallan en Alemania y Gran Bretaña. Durante la época de Otto von Bismarck (1815-1898) y con el propósito de evitar una revuelta social proveniente de las luchas obreras y su fuerte sindicalismo, se aprobaron leyes que introdujeron los seguros por accidentes laborales, enfermedades, ancianidad e invalidez. En Gran Bretaña el propósito fue distinto, pues se trataba de mitigar los rigores del capitalismo decimonónico, de modo que iguales seguros se introdujeron en 1911, además del impuesto sobre las rentas y, ante todo, el pionero seguro de desempleo.
Para la década de 1920 en los EEUU pesaron esos antecedentes. Un grupo de políticos, economistas y académicos, encabezaron las reformas sociales a través del “Plan Wisconsin”, que propuso tarifas para servicios públicos, limitar los intereses crediticios bancarios, apoyar al movimiento sindical, introducir el impuesto a las rentas y un sistema estatal de subsidio al desempleo, que fueron adoptados primero como políticas del Estado de Wisconsin y que se transformaron en políticas nacionales durante el “New Deal” de Franklin D. Roosevelt en la década de 1930. El “Estado de bienestar” en los EEUU se tradujo en un sistema de subvenciones para ancianos, hijos de familias de bajos recursos, subsidios por desempleo, pensiones jubilares, impuestos directos, mejores salarios, diversificación de empleos, vivienda para familias con bajos ingresos, capacitación profesional, inversiones y regulaciones estatales. Esta benéfica y positiva experiencia, sirvió de base a las formulaciones teóricas de John M. Keynes (1883-1946), quien enfatizó en las capacidades de la demanda, la actuación de los Estados y las orientaciones de las políticas económicas.
Más que las reacciones de los economistas “ortodoxos”, el Plan Wisconsin y el New Deal fueron atacados desde el “mundo de los negocios”, que son los términos diplomáticos que usa Galbraith para no hablar directamente de los empresarios. Los industriales se quejaron del “seguro de desempleo”; los fabricantes advirtieron que sobrevendría “la dominación definitiva del socialismo”; A. P. Sloan Jr. (General Motors) afirmó “los peligros están a la vista”; J. L. Donnelly (fabricantes de Illinois) declaró que se destruiría “la iniciativa, desalentando el ahorro y sofocando la responsabilidad individual”; C. Denby Jr. (abogados) sostuvo “en un momento u otro acarreará el inevitable abandono del capitalismo privado”; A. M. Schlesinger Jr.: “con el seguro de desempleo, nadie trabajaría; con el seguro de vejez y de supervivencia, nadie ahorraría”; J. Taber (New York): “nunca en la historia del mundo se ha preconizado una medida destinada… a eliminar toda posibilidad de que la patronal cree puestos de trabajo”; y G. P. Chandler (comercio de Ohio) llegó a decir, con singular fantasía histórica, que la caída de Roma se debió a medidas de esa índole.
Desde sus inicios, el “Estado de bienestar” ha sido recurrentemente atacado. El fin de ese sistema, como en forma insistente lo señala Joseph Stiglitz en su libro Capitalismo progresista (2020), llegó con el gobierno de Ronald Reagan (1981-1989) quien liquidó el camino del bienestar y entronizó al neoliberalismo como el nuevo paradigma económico de un mundo que enseguida cayó en la globalización ante el derrumbe del socialismo soviético. Stiglitz destaca, en forma pormenorizada, el hundimiento social en los EEUU y el ascenso de los privilegios y de la concentración de la riqueza en una elite, a consecuencia de volver a los dogmas del “mercado libre”.
En América Latina, los caminos para edificar Estados de bienestar han sido bloqueados permanentemente. El primer avance constituye la Revolución Mexicana, cuya Constitución de 1917 inauguró los derechos sociales y laborales fundamentales, que se difundieron en la región a distintos ritmos, de acuerdo con el ascenso de las clases trabajadoras. Desde la década de 1920, más por influjo del ideario social surgido en México, así como por los principios socialistas que se expandieron a raíz de la Revolución Rusa (1917), diversos gobiernos (en Ecuador los de la Revolución Juliana, 1925-1931) iniciaron las primeras bases de economías sociales; y los “populismos” clásicos, desde la década de 1930, fueron, en esencia, continuadores de ese tipo de economías, orientadas a crear Estados de bienestar bajo las condiciones latinoamericanas. Incluso fueron esfuerzos para derrotar a los regímenes oligárquicos precapitalistas e impulsar, al mismo tiempo, la modernización capitalista. Las resistencias y reacciones de las oligarquías tradicionales (hacendados, comerciantes y banqueros) siempre estuvieron presentes e impidieron el fortalecimiento y la continuidad de la construcción de las economías sociales.
Paradójicamente, durante las décadas de 1960 y 1970, tanto de la mano inicial del programa norteamericano “Alianza para el Progreso” como por el avance de las tesis “desarrollistas” de la época (a menudo confundidas como “keynesianismo”), en buena parte de los países latinoamericanos se logró superar definitivamente el régimen oligárquico y se afirmó la vía industrial capitalista. Ese proceso conservó algunas conquistas teóricas en cuanto a derechos laborales o seguridad social, aunque también las políticas de guerra fría contra el “comunismo” y el “castrismo”, sirvieron para reprimir movimientos sociales y afectar conquistas históricas de los trabajadores.
El cambio de época también llegó a la región con la “revolución reaganista”. El neoliberalismo, como ideología económica y con sus dogmas técnicos, se difundió por América Latina gracias al despegue de los intereses empresariales privados, los gobiernos conservadores y la supervigilancia continental de los EEUU y de las instituciones financieras y reguladoras como el FMI. Las dos décadas finales del siglo XX produjeron el quiebre histórico de cualquier avance en la construcción de Estados de bienestar. Esa edificación fue retomada por el ciclo de los gobiernos progresistas durante los primeros tres lustros del siglo XXI, que literalmente volvió a ser arrasado por los gobiernos conservadores que les sucedieron, como ha ocurrido en Ecuador a partir de 2017.
Existe suficiente material histórico en cuanto a estudios, libros, estadísticas y datos económicos y sociales para evaluar los resultados y avances que en sus diversos momentos han tenido los dos modelos en pugna en la región: economías sociales o economías empresariales. No hay posibilidad alguna para negar que, en esos mismos términos históricos, América Latina siempre logró mejores condiciones de vida y trabajo con las economías de tipo social. Pero, como bien supo señalarlo Galbraith en su “viejo” libro de historia económica, la “retórica del mercado libre”, convertida en dogma teológico, se basa en una “fuga técnica de la realidad”, que se vuelve incapaz de comprender que lo que finalmente se impone es el conservadorismo gubernamental, así como el poder económico y político basado en los intereses privados tanto en los EEUU como en América Latina. Pero vale aclarar, nuevamente, que en nuestra región se trata de los intereses de elites empresariales que no se desembarazaron por completo de la mentalidad oligárquica heredada de la época precapitalista, de modo que hoy esconden tras su “neoliberalismo”, viejas consignas de dominio social y explotación laboral que garanticen su poder.
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