No recuerdo la primera vez que fui violentada. Seguramente, cuando niña tenía tan naturalizada la violencia como la tienen todas las niñas que hemos vivido y experimentado violencias a diario en Ecuador y en toda América Latina.
Reconozco que me tomó apenas dos décadas de mi vida darme cuenta y nombrar las violencias que viví y experimenté desde niña. Mi feminismo me ha permitido plantearles cara a las violencias, reconocerlas y confrontarlas.
Recuerdo con mucha claridad que mi entorno familiar era muy tóxico. A mi alrededor existían machos, hombres que competían entre sí y que exigían ser atendidos con vehemencia por parte de las mujeres de la familia: mis tías. No hay espacios para los machos que disputan ser el alfa sin tener mujeres subrogadas a su alrededor, sirviéndoles siempre a costa de su propio pellejo y sobre el bienestar de las y los infantes de ese entones que, con el paso innegable de la vida, ahora somos la/os adulta/os de mi generación.
En mi entorno familiar había un tipo en particular que era muy sórdido. Le dedico estos recuerdos porque estoy segura de que, en su vejez, su petulancia ya es remplazada con el olvido del tiempo. Pero lo nombro y lo plasmo porque es necesario visibilizarlo como el ejemplo clásico de cómo las violencias pueden pasar disfrazadas de familiaridad. Este pelmazo era un tipo que básicamente disfrutaba hacerme llorar. Sí, él se regocijaba con sus bromas estúpidas y chistes fuera de lugar para conseguir asustarme. Cuando lograba verme asustada y llorando -como la niña que yo era- él y su familia enfermiza lo festejaban.
Mientras plasmo estas palabras reflexiono sobre la mentalidad retorcida que deben tener las personas que celebran el llanto de una niña. Llanto que por cierto fue producido de manera sistemática como forma de distracción familiar durante los primeros años de mi niñez. Fueron tantos los momentos desagradables y llenos de violencia que perdí la cuenta.
Cuando los años empezaron a atravesar mi cuerpo y los cambios iban transformándome, empecé a confrontar el acoso callejero. Sí, mi cuerpo fue tocado en el transporte público, mis pechos y mi nalga fueron manoseados por chicos en la calle. Éstos, luego de manosearme, salían corriendo con tal rapidez que ni el buen estado físico que yo tenía por el entrenamiento en karate, me permitieron alcanzarlos para cascarlos desde la ira que sentía. Fueron tantas las veces que me manosearon que perdí la cuenta.
Mis orejas, también se cansaron de escuchar tantas palabras soeces y desagradables cuando caminaba en la calle ya siendo estudiante de colegio y luego, estudiante universitaria. Fueron tantas las veces que tuve que escuchar cosas desagradables que perdí la cuenta.
Todas, absolutamente todas mis amigas y todas las mujeres latinoamericanas que conozco, aprecio, amo y quiero, han sido violentadas. Con todas y con cada una de ellas hemos compartido nuestras historias. Tenemos en común las formas en que hemos sido violentadas y a través de nuestras vidas han sido tantas y de diferentes maneras que perdí la cuenta.
A mí me han dicho que por ser mujer NO puedo, NO debo, NO tengo que… Me lo han dicho tantas veces y en diferentes momentos en mi vida, que perdí la cuenta.
A mí, por ser mujer me han violentado no solo en la calle o en los transportes públicos, sino también en aeropuertos alrededor del mundo, en instituciones públicas, en bares, discotecas, restaurantes, oficinas… y han sido tantos los sitios que perdí la cuenta.
He leído, conocido, escuchado y acompañado tantos casos de abusos, violencias y violaciones sexuales, psicológicas y económicas que perdí la cuenta.
A pesar de que perdí la cuenta de tantas y tantas violencias atravesadas en mi vida y en las vidas de las mujeres a mi alrededor, yo estoy convencida de que cada vez que recordamos, nombramos y que exponemos las violencias y las confrontamos; las sanamos y las erradicamos.
He crecido con la firmeza y la confianza en mí misma de poder decir ¡No! ¡Basta! ¡No quiero! que perdí la cuenta de cuando fue el día en el que decidí hacer respetar mi voluntad y mis deseos.
Desde mi feminismo solo espero contribuir a crear conciencia de que las niñas y las mujeres, por el solo hecho de ser niñas y mujeres, no debemos perder la cuenta de las veces que somos violentadas. Debemos gritar, visibilizar y denunciar cada violencia que vivimos.
Debemos nombrar las violencias como violencias y debemos reconocer la fortaleza que tenemos y que la podemos encontrar en nuestras redes de apoyo.
He sido violentada en tantos sitios y de tantas maneras que perdí la cuenta de cuántos días han pasado desde el momento que yo decidí vivir mi vida, sin tener miedo.
¡Estoy convencida que las personas violentas saben que las feministas ya no les tenemos miedo!