Por: Tatiana Sonnenholzner, especialista en comunicación digital
Ser migrante es un trabajo a tiempo completo con fines de semana incluidos. No hay vacaciones ni reposo por enfermedad. No le puedes poner pausa, a veces paga las horas extra y otras te las cobra con altísimos intereses. Es una experiencia, un estilo de vida, que regala alegrías y tristezas en la misma medida y al mismo tiempo anulando la capacidad de reacción inmediata y oportuna. Es como hacer snowboard por primera vez en tu vida.
Te paras frente a algo nuevo e inmenso de belleza brutalmente abrumadora, como los Alpes cubiertos de nieve directo en tu jeta. Tú crees que estás preparado, pero ante lo desconocido no existe el equipamiento adecuado. Los guantes no son los correctos, las botas deberían estar más ajustadas, creías que tu pierna dominante era la derecha, pero resulta que hay más fuerza en la izquierda, el pantalón se te cae y las capas internas no son térmicas… tus habilidades son las de un bebé que dejó de gatear y está aprendiendo a caminar así que te caes muchas veces sobre tu culo y descubres que esa suavidad en la que se hundían tus pies era una mera ilusión, pues en realidad es un bloque de hielo que fácilmente puede romper tus débiles huesitos de neonato. Tal cual como cuando te subiste a ese avión pensando que por donde habías caminado y lo que ya habías experimentado era suficiente escuela para sobrevivir fuera de tu hábitat, pero te das cuenta de que no aprendiste ni a leer ni a escribir. Que un animal salvaje de clima cálido se lanzó a -29 grados a ver que nuevas pieles evoluciona. Ternura me provoca recordar cuánta inocencia.
Reconoces tu fortaleza y resiliencia. No estoy segura si es porque en este universo de las posibilidades empiezas a coquetear con dos: esa (reconocer para avanzar) o el tren (para saltar o volver). Cuando logras surfear las olas de nieve te dejas llevar por la adrenalina de la velocidad, empiezas a disfrutar, hasta que sales del gozo y vuelves al miedo, ese que paraliza y saca del presente para enseñarte que, en el futuro cercano, eso que ves, es incierto. Puede ser un precipicio o tal vez más camino… Sin saber bien cómo frenar usas todo tu cuerpo para rodar hasta que la bajada sea menos empinada y la inercia te detenga. Quien te acompañaba ya se adelantó porque eres muy lenta y poco hábil -seguro puede ir y venir las mismas veces que tú, en el mismo punto, te intentas parar otra vez-. Es obvio, ahora te rodeas de personas que no solo hablan y se ven distinto, también tienen diferentes herramientas, habilidades y una capacidad de empatía que no viene doblada en español neutro. La mayoría cree que dándote tu espacio conocerás la forma, cuando en ese momento solo necesitas quien te sostenga, aunque sea un ratito, pero mientras intentas traducir la palabra “mimito” ya se fueron. Ese animal de clima cálido vivía en una manada y a -29 grados los depredadores prefieren caminar solos.
Ya no quieres más, pero no tienes alternativa, como sea que fuere que llegaste ahí estás lejos del transporte y lejos de la tierra, donde pisan los zapatos con cordones y no las botas de nieve, así que no puedes ir de subida porque así no son las reglas del juego… solo te queda la bajada. Vuelve a pararte, vuelve a intentar, vuelve a caerte, vuelve a enterrarte en la nieve, vuelve a sacarte de ahí, vuelve a rodar, vuelve a caminar, vuelve a descansar, vuelve a poner las manos en la superficie, vuelve a empujarte hacia adelante, vuelve a buscar el equilibrio, vuelve a deslizarte, vuelve a hacerlo una y otra vez hasta que llegues, todo eso acompañado de un lindo paisaje, mucho frío y las lágrimas que surgen por las carcajadas de felicidad y el llanto de saudade al concientizar sobre locura de lo que estás haciendo.
Eres tú contigo o tu contra ti, no estás sola, aunque muchas veces se siente así, el miedo siempre está rondando, viene a saludar de vez en cuando, lo encuentras en el insomnio, en el reloj, en los “deberías”, en la nostalgia, en las verdades y en las mentiras que te cuentas, en el descubrimiento de la vida y en las renuncias a los cuentos que te contaron para habitar tus propias historias…en la incertidumbre de los días y en las instrucciones cuando te da por volver a armar las razones. Estás cansado, en general de todo. De ti, de las personas, de las preguntas y de dar las mismas respuestas. Después de caer una vez más, la nieve empieza a sentirse cómoda y el frío se vuelve calor, piensas que ya hiciste demasiado y que ese puede ser un buen lugar para asentarse. Pero ya cambiaste, la conformidad ya no te pertenece desde el momento que renunciaste a ella y entiendes que el cansancio es parte de esas consecuencias que estaban escritas en la letra pequeña del contrato que firmaste cuando decidiste arrancarte de un lugar para crecer, a tu ritmo, bajo tus propias condiciones y creencias, en otro.
Abrazar tu libertad y despertar es violentamente bello, brutal y maravilloso. Así como cuando ves los Alpes por primera vez, parado en la inmensidad solo surge la duda ¿Esto es real? Y la respuesta positiva es lo único que existe, pero hay un precio por pagar.
La opinión de Tatiana Sonnenholzner.