Por: Wilson Benavides Vásquez, analista político
Aún estoy temblando cuando imagino la escena de la pequeña casa de paredes verde claro, puertas de metal obscuro y techo de zinc en el Guasmo sur de la ciudad de Guayaquil, donde esta semana se cometió un acto contra la humanidad entera: el asesinato a sangre fría de cuatro niños de entre 1 y 7 años de edad, integrantes de una misma familia.
Cualquier relato sobre esta masacre nunca será suficiente para describir el dolor, especialmente de su madre quien -según el testimonio de su esposo, único sobreviviente- intentó cubrir con su cuerpo a sus pequeños hijos, recibiendo siete impactos de bala, que finalmente terminaron con su vida, la mañana del jueves 14 de diciembre, a diez día de Noche Buena.
Eran las 21h00 del lunes 11 cuando los sicarios llegaron a este humilde domicilio, ubicado en uno de los barrios más peligrosos del “puerto principal”, y -sin piedad alguna- dispararon entre las rejas de la ventana del cuarto, donde ese momento los cuatro hermanos veían la televisión.
La escena es inimaginable. La crueldad y la maldad humana se impusieron -una vez más- en esta barbarie que hace algunos años ya vive el Ecuador y que desde enero hasta septiembre de 2023, ha cobrado la vida de 244 menores de edad de entre uno y 17 años, 90 de ellos solo en Guayaquil.
El asesinato de estos niños inocentes debería indignarnos a todos, no solo por la crueldad sino por el efecto psicológico que genera en la población, debido a que la muerte de un menor de edad en manos del sicariato atenta también contra toda lógica existencial.
Por ello, quizá aún los seres humanos no hemos inventado una palabra para describir a la persona que pierde un hijo. Todas las demás pérdidas de un núcleo familiar ya tienen nombre: quien pierde a su pareja es “viudo”, quien pierde a sus padres es “huérfano”, pero aún no hay nombre para quien pierde un hijo. Debe ser tan grande el dolor, que simplemente es indecible.
Como indecible es la desigualdad social a la que se enfrentan los niños del Guasmo y de muchísimos otros barrios populares de las distintas ciudades del Ecuador, donde el consumo de drogas, la violencia intrafamiliar, la desocupación o la precariedad laboral han generado las condiciones para fenómenos como el microtráfico y el sicariato no solo se instalen sino que se legitimen socialmente, sin que a nadie parezca importarle el valor de la vida humana.
En las declaraciones oficiales ya vemos lo de siempre. La Policía asegura que los sicarios se “equivocaron”, que el objetivo era una vivienda aledaña donde supuestamente encontraron explosivos y armas; que los asesinos ya fueron “identificados” como integrantes de uno de los tantos Grupos de Delincuencia Organizada (GDO) que luchan por el control territorial del microtráfico de drogas en los diferentes barrios populares de Guayaquil.
En la práctica, hasta el momento, hay un solo detenido supuesto integrante del grupo de sicarios responsables de este hecho, que generó indignación nacional y pedidos de respuesta inmediata al gobierno de Daniel Noboa, al que -como a los de sus predecesores- la crudeza de la realidad puede terminar imponiéndose sobre las “buenas intenciones”.
Coincidencia o no, tres días después de este horrendo sicariato contra los niños del Guasmo, la Fiscal General del Estado ejecutó -la madrugada de este 14 de diciembre- una serie de allanamientos y detenciones incluida las del presidente del Consejo de la Judicatura, y de un ex alto general antinarcóticos de la Policía Nacional dentro del denominado caso Metástasis, colocando en la esfera pública un nuevo “escándalo” del que los medios se ocuparán durante varias semanas.
Ojalá no olvidemos a los niños del Guasmo hasta dar con los responsables de sus asesinatos. Ojalá…
La opinión de Wilson Benavides