Por: Felipe Pesantez
El próximo 13 de abril, más de 13 millones de ecuatorianos enfrentarán su sexta cita electoral en apenas cuatro años. La disyuntiva parece clara: Luisa González con un 44% de votos en primera vuelta, representante del correísmo, o Daniel Noboa con un 44,17%, actual mandatario que busca su reelección. Lo que quizás no resulta tan evidente es que, independientemente del resultado, Ecuador podría estar eligiendo entre dos versiones del mismo mal: el autoritarismo.
Contrario a la narrativa oficialista que presenta esta elección como una batalla entre «el viejo Ecuador corrupto» y un «nuevo Ecuador renovado», ambos candidatos representan modelos autoritarios que difieren únicamente en su orientación ideológica. González encarna un autoritarismo de izquierda, caracterizado por la centralización estatal, el mesianismo político y la represión selectiva de opositores bajo el pretexto del progreso social. Noboa, por su parte, personifica un autoritarismo de derecha, defensor del orden establecido, las jerarquías sociales y la sumisión incuestionable a la autoridad.
Lo verdaderamente preocupante es que ambos candidatos ejemplifican lo que los politólogos Levitsky y Way denominan «autoritarismo competitivo»: un régimen híbrido que mantiene una fachada democrática mientras socava sistemáticamente sus principios fundamentales. Observamos cómo ambos reconocen las instituciones democráticas sólo como medios para acceder al poder, manipulan el marco legal para favorecer sus intereses, obstaculizan a la oposición y utilizan recursos estatales para fortalecer sus posiciones políticas.
El correísmo ya demostró durante una década su vocación autoritaria: control mediático, persecución judicial de opositores y concentración de poderes. Noboa, en su breve mandato, ha evidenciado tendencias similares bajo una retórica de renovación que no logra ocultar su desprecio por los contrapesos democráticos.
¿Dónde quedan entonces los 11,82% de votos que se repartieron entre candidatos como Leonidas Iza (5,25%) o Andrea González (2,69%)? Estos electores enfrentan ahora una falsa dicotomía: deben elegir entre dos versiones del autoritarismo que difieren en su ropaje ideológico pero coinciden en su esencia antidemocrática.
Lo más inquietante es que, según múltiples encuestas, los ecuatorianos parecen dispuestos a sacrificar principios democráticos a cambio de promesas de estabilidad y seguridad. Esta predisposición ciudadana resulta comprensible, aunque peligrosa, en un país azotado por la violencia narcoterrorista y la precariedad económica.
Ecuador se encuentra así ante una encrucijada histórica donde lo que realmente está en juego no es la orientación ideológica del próximo gobierno, sino la supervivencia misma del sistema democrático. La verdadera elección debería plantearse entre autoritarismo y democracia, no entre dos sabores diferentes del mismo veneno autoritario.
Mientras los candidatos debaten sobre políticas específicas, la pregunta fundamental permanece sin respuesta.
¿Está Ecuador dispuesto a renunciar a su tradición democrática por la ilusión de seguridad y estabilidad que prometen los modelos autoritarios?
Los resultados del 13 de abril nos darán una respuesta que, lamentablemente, parece ya estar escrita.