Por: Tamara Idrobo, activista feminista
Ser feminista y amante del fútbol no son identidades mutuamente excluyentes. Aunque en el mundo digital y fuera de él, existan quienes crean que a las feministas no nos puede apasionar el fútbol.
Soy una feminista futbolera, apasionada de los campeonatos de este deporte que mueve dinero, despierta pasiones y transfiere más que jugadores, muchas emociones.
Recuerdo que mi pasión por el fútbol nació antes que la construcción de mi feminismo. Lo digo con tanta certeza porque dentro de los recuerdos de mi niñez tengo aquella nítida memoria del ‘naranjito’ mascota del mundial de fútbol de España en 1982 que, a mi corta edad, me llevó a comprender que existía un campeonato mundial de este deporte.
Recuerdo ese alboroto sentimental alrededor de una pelota. Colores, festejos y algo que ahora sé, se trataba de goles. Ese recuerdo del mundial jugado en España en 1982 se disipó tan pronto cuando Star Wars y la fortaleza de la princesa Leia Organa se apoderaron de mi niñez.
Entonces, llegó el mundial de fútbol de México 1986 y en medio de los partidos, la figura de Diego Armando Maradona cuyo nombre venía acompañado de otros tantos como los de Sergio Burruchaga, Batista, Pumpido, Ruggeri y otros más. Recuerdo que la pasión se apoderó de mí en medio de una sensación de justicia cuando Argentina ganó a Inglaterra en aquel histórico partido con el famoso gol de “la mano de Dios”. Y hablo de justicia porque pese a ser niña, yo comprendía lo que había sucedido con el conflicto en las islas Malvinas. ¿Cómo no sentirme deslumbrada frente a semejante evento de ajusticiamiento divino cuando Argentina se coronó campeón?
Un par de años después, entrando en la pubertad me enamoré profundamente de Marco van Basten. Recuerdo suspirar viéndolo en algunos momentos de los partidos de la Euro copa de 1988. Jamás me hubiese imaginado lo que ese equipo de color naranja cuyos fans presentes animaban los partidos de fútbol saliendo por la televisión con vestimentas coloridas y con sombreros de pedazos de queso en la cabeza, iban a significar en mi vida. Los veía sin ni siquiera llegar a imaginarme que en mi futuro estaba marcado que yo llegaría ser parte de esta nación color naranja. Recuerdo a Ruud Gullit levantar la copa de campeones de Europa. Ahí estaba el equipo de la “Naranja Mecánica” de Países Bajos haciendo historia.
Llegó Italia 1990 y como Marco Van Basten y el equipo neerlandés no pasaron a mayores logros y teniendo a Diego Maradona como estrella, mi pasión latina obviamente se desbordó con el equipo argentino. En ese mundial sentí por primera vez la ansiedad y la pasión a través de Sergio Goycochea, quien parecía más que un arquero, un super Dios cuando en cuartos de final frente a Yugoslavia atajó los penales y luego llevó al equipo argentino a la final del mundial, atajando también en la tanda de penales y desclasificando al equipo anfitrión: Italia. Esperé que Argentina repitiera el campeonato y recuerdo llorar con mucho desconsuelo cuando no fue así.
Pero para llantos de frustración futbolera del mundial de Italia 1990, fueron las lágrimas que René Higuita me provocó cuando cometió el garrafal error frente al partido contra Camerún, zanjando así las esperanzas futboleras para Colombia en ese partido de octavos de final.
Tengo memorias de la Copa América que se llevó a cabo en Ecuador en 1993, porque recuerdo mis ansias de ver el partido de la final cuando Argentina le ganó a México y porque el Ecuador terminó en cuarto lugar. ¡Cómo no recordar a Alex Aguiñaga jugar en ese torneo!
Luego vino el mundial en Estados Unidos en 1994 del cual pocos recuerdos tengo porque ese año fue particularmente intenso para mí. Y así pasaron también el mundial de Francia 1998 que lo viví con intensidad de local mientras mi vida transcurría en tierras colombianas.
Y finalmente llegaron las lágrimas de pasión e incredulidad y un festejo que viví con mucha emoción, cuando en el partido del 7 de noviembre de 2001, Ecuador empató contra Uruguay y marcaba en su historia la clasificación por primera vez en un mundial de fútbol bajo el cantico del ¡Sí se puede!
Lloré en las celebraciones de esa clasificación en las calles de Quito, porque sabía que en el significado de ese lema que se gritaba con tanta euforia era en el que me tenía que apoyar para tomar las decisiones que me han llevado, en el transcurso de mi vida, a hacer las cosas en las que creo.
El mundial de Corea del Sur y Japón en 2002 fue el primero que lo viví desde este lado del charco, y al igual que el de Alemania 2006 pasaron sin muchos desenfrenos para mí, pese a la presencia del Ecuador en las canchas. Y fue porque me encontraba envuelta en otros menesteres de la vida.
Hasta que llegó el mundial de Sur África en 2010 tan lleno de emociones y excelentes partidos. De la final de ese mundial de fútbol aún no me he podido reponer. No puedo explicar con palabras la ilusión que sentí de creerme casi que campeona de una copa del mundo. Hasta ahora vivo con ese resentimiento pasional futbolero y le arengo siempre con un apoyo absurdo a la selección contraria a la que España se esté enfrentando.
Es que ni siquiera la goleada que le asestó la selección de los Países Bajos de 5 a 1 a España en el mundial de Brasil 2014 con un gol de Robin Van Persie al puro estilo de Superman, reparó mi decepción de no ver a la naranja mecánica ser campeona de un mundial y poder celebrarlo siendo parte de la nación neerlandesa.
Del mundial de Rusia 2018 poco recuerdo tengo porque como ninguna de mis selecciones clasificó a ese mundial, mi atención tenía otras prioridades.
Y es así como yo llego a vivir a este mundial de Qatar 2022 post pandemia mundial emocionada, entretenida y apasionada. Sobre todo, y, ante todo, porque las dos selecciones de las que me siento parte terminarán por enfrentarse.
Ecuador y Países Bajos se enfrentarán en un partido de fútbol el 25 de noviembre. No podía ser una fecha más significativa para mí, cuando ese día conmemoramos en todo el mundo la lucha por la erradicación de la violencia hacia las mujeres. De todas formas y de alguna forma, cualquiera de los equipos que gane traerá para mí un sentimiento de victoria. Eso sí, anhelo en mis entrañas que Ecuador le gane a Países Bajos.
Ser feminista y ser una fiel apasionada de un deporte que tienen a 20 hombres corriendo detrás de una pelota por poco más de 90 minutos, empujones, tropezones y palabrotas incluidos, no me hace menos feminista.
Que el mundial de Qatar esté lleno de controversias por la sistemática violación de derechos humanos de la nación que lo hospeda y que yo, siendo defensora de derechos humanos disfrute de este magno evento deportivo, no me hace menos feminista.
Y no me hace menos feminista, porque en mis luchas también está la reivindicación a la imperfección y, sobre todo, el del derecho a disfrutar y gozar.
Porque en un mundo plagado de violencias, ejercer el derecho a divertirme y a entretenerme con pasión desenfrenada, gritos de entusiasmo, compartiendo emociones fútiles en total alboroto producidas por un partido de fútbol también, me hace ser feminista.
Porque esa alegría y pasión cuando la pelota entra o no entra en el arco donde debe o no debe entrar, es la vivencia casi que palpable sobre nuestras capacidades de sentir aquello que se anhela y se espera, versus lo inesperado y lo no deseado.
Porque es en esos momentos que nos abstraemos de tanto y de todo, y solo nos concentramos en sentir la emoción que una pelota empujada y disputada por jugadores nos puede hacer sentir: todo y mucho. Nada y todo.
Porque al inicio de cada partido de fútbol el canto de un himno nacional al unísono significa para quienes lo cantamos, el tener una conexión con un territorio, una cultura, un idioma, una vida que se junta con muchas otras vidas para cobijarnos colectivamente pese a nuestras diferencias, bajo los colores de una misma bandera.
Porque es solo en esos pequeños instantes de juego cuando dejamos de ser bandos que se odian y se atacan, para transformarnos y hacer parte de un solo equipo.
Mi feminismo futbolero no desconoce todo lo que está mal detrás de la industria feroz, violenta, injusta e inhumana de los mundiales de fútbol. Al contrario, es a través de esos momentos que me brindan los mundiales cada cuatro años en los que logro despojarme de lo imperante para concentrarme en lo menos importante. Y es desde esos espacios donde miro, respiro, leo y festejo al fútbol, donde logro llenarme de energía y fuerzas que me alimenten a seguir en mis luchas diarias que mucho se asemejan a un partido de fútbol.
Luchas en las que se requiere perseverancia, entrenamiento, dedicación, estrategia, insistencia, fuerza.
Luchas donde se reciben golpes, empujones y en las que muchas veces las injusticas están presentes. Pero como en un partido de fútbol, sé que la victoria depende de todo un equipo que debe trabajar conjuntamente y donde cada persona debe cumplir su rol y hacer su parte. Y porque como suele pasar en cada partido de fútbol, siempre existirán las barras de personas que alientan, critican, apoyan, gozan y sufren con el equipo que los representa.
Celebraré cualquiera sea el resultado final de este mundial de fútbol en gozo de mis placeres y sin culpa por poder hacerlo. Al final, considero que el auto cuidado y tener el privilegio de ejercer mi derecho al gozo es también, un acto político feminista.
Poder abstraerme por momentos de una realidad a la que tengo que enfrentarme a diario, sin duda alguna, me lleva a llenarme de más fuerzas y energías.
Mis luchas feministas son como un partido de fútbol. Requieren del poder colectivo constante y de la persistencia sin amilanarse.
Mis luchas feministas, como los equipos de fútbol, requieren de personas que las apoyen y las acompañen.
Les invito entonces a que dejen de observar y a que se atrevan a entrar a la cancha de los feminismos y me acompañen a luchar y quizás también, a festejar.
La opinión de Tamara Idrobo.