Por: César Poveda Valdivieso
Mi pequeño país nació con olor a tierra húmeda, vestido de timbales de desnudez y sonrisas acebadas de alegría y nada. Esa misma tarde lo bautizaron con un nombre ajeno a todo aquello que lo rodeaba y percibía, quizá de forma premonitoria a lo que algún día vendría. Así, llegó un día a ser mermado, violentado, vejado. Lo violaron, lo saquearon -propios y foráneos-, lo insultaron, lo golpearon, lo humilló cuanto rapsoda (de verso corto o prolongado) lo ha visitado; pero por pocos y breves espacios ha sido dignificado, enaltecido, ha sido visibilizado.
Sin embargo, la decencia y el significado -especialmente para la hambrienta mayoría de poros que copan la piel de mi pequeño país -, han sido desterrados por diminutos sujetos que quieren parecer gigantes, cuando realmente son tan pobres, que lo único a lo que pueden aspirar es a enriquecerse vilmente, a costa de todos, una y otra vez.
Y estos diminutos sujetos, que pululan en mi pequeño país tienen la suerte –forjada a punta de monedas o de golpes-, de tener un altoparlante que los replique todo el día, y de esa forma, quieren hacernos creer que ellos son más, y que están en lo correcto. Muchos de ellos a veces se disfrazan de políticos electoreros, que cuando no logran sus fines, vuelven a mancillar la palestra que los parió, llamada periodismo, para seguir lucrándose del amo de turno, no importa a qué precio, no importa con cuanta mentira, y tampoco importa seguir empañando tan noble oficio.
En cambio, otros de estos nimios seres, sí pretenden ser viles, pero algo más coherentes, y ahora nos piden el voto sin vergüenza alguna en el rostro, quizá, con maquillaje o accesorios que nublen sus ojos, para que no los podamos leer, pero sí que podemos. Estos seres casi exiguos, no respetan constituciones, ni vicepresidentas. No entienden lo que es el sabor del hambre, porque nunca la han tenido en su paladar. Pero ese no es su pecado.
Su pecado es pretender posicionar en este, mi pequeño país, la maldita idea de que los que no estamos con ellos somos narcotraficantes o somos delincuentes, y siguen sin entender que, de este lado del muro imaginario de su ser, nos matan, nos desaparecen, nos trepan a una camioneta unos cuantos militares, y no importa si somos niños, nos aniquilan, y para que no quede huella de la mano miserable que nos tocó, queman nuestros cuerpos.
Su pecado es no entender que atrás de las burbujas del champagne que tanto los embriaga, este pequeño país se sigue desangrando y ellos no hacen nada por tratar siquiera de mirarlo, porque están más preocupados de barcazas que nunca llegan, y si llegan nunca cumplen el objetivo para el cual se las contrató, aunque sean sobrepagadas, porque en este pequeño país, si ellos quieren, nadie dice nada.
Su pecado es pensar que aquí nadie piensa y que ellos han llegado a refundar lo que a ellos se les ha ocurrido que es una patria, impresa en un cartón que, con cualquier lluvia, sencillamente es nada.