Por: Felipe Pesantez
La masacre de 11 militares en Alto Punino, Orellana, a manos de disidentes de las FARC, no solo enlutó al país sino que expuso una verdad incómoda: la minería ilegal en Ecuador prospera bajo el amparo de quienes deberían combatirla. La reciente investigación «Napo, donde la minería legal y la ilegal se funden como el oro» de Plan V revela cómo esta actividad destructiva florece gracias a un entramado de corrupción institucional que involucra desde altos funcionarios hasta autoridades locales.
Lo ilegal existe cuando lo legal se lo permite. Esta máxima cobra vida en Napo, donde el director nacional de la Agencia de Regulación y Control Minero (Arcom) fungía simultáneamente como cabecilla de una estructura criminal dedicada a la minería ilegal, moviendo millones en actividades extractivas clandestinas en Quito, Tena, Puyo, Macas y Zamora. La paradoja resulta perturbadora: quien debía vigilar el cumplimiento de la ley era precisamente quien la transgredía.
El caso evidencia una sistematización de la corrupción. Entre 2018 y 2024, mientras el catastro minero permanecía oficialmente cerrado, se otorgaron 652 concesiones mineras en el país— ocho de ellas en Napo sumando 4,020 hectáreas. Estas concesiones nacieron ya en la ilegalidad, contraviniendo la normativa que sus propios emisores debían defender.
La podredumbre institucional alcanza también a los gobiernos locales. La alcaldesa de Carlos Julio Arosemena Tola enfrenta investigaciones por su presunta coordinación en actividades mineras ilícitas. Sin embargo, gracias a una perversa interpretación del fuero de corte—tras ganar las elecciones durante la investigación—el proceso judicial permanece estancado, evidenciando cómo las estructuras democráticas son instrumentalizadas para garantizar la impunidad.
Más alarmante aún es la infiltración criminal en las fuerzas del orden. Un subcomandante policial de Napo fue sorprendido traficando combustible para retroexcavadoras junto al gerente de una empresa minera china. En otro operativo, siete uniformados en servicio activo fueron detenidos como parte de una red dedicada al abastecimiento de diésel para mineros ilegales. Quienes portan el uniforme para proteger a la ciudadanía terminan protegiendo a quienes la devastan.
El daño ambiental resulta incalculable. Cuatro ríos de Napo han sido declarados «muertos» por la Universidad de Ikiam al contener 500 veces más metales pesados que lo permitido. En apenas 104 días, en la comunidad de Yutzupino se afectaron 100 hectáreas de cauce fluvial y se extrajeron aproximadamente 700 millones de dólares en oro. Mientras tanto, la provincia recibió únicamente 600,000 dólares en regalías durante dos años, según el SRI.
La inacción gubernamental ante este desastre no es casualidad sino causalidad. Pese a que Ecuador se adhirió al Estándar EITI en 2020—referente mundial para la transparencia en industrias extractivas—no existe un inventario confiable de concesiones activas, suspendidas o extinguidas. El Estado ecuatoriano ha ignorado sistemáticamente órdenes judiciales para implementar planes de reforestación en zonas devastadas, mientras la minería ilegal se expande inexorablemente, creciendo en 907 hectáreas después de que los colectivos ambientales ganaran una acción de protección contra el propio Estado.
Esta crisis es síntoma de un fenómeno más amplio y perturbador: la pérdida progresiva del monopolio legítimo de la fuerza por parte del Estado ecuatoriano. Con campamentos mineros ilegales en 17 de las 24 provincias y una industria clandestina que genera hasta 11 millones de dólares diarios solo en Napo, asistimos a la consolidación de poderes paralelos que disputan el control territorial al Estado.
La minería ilegal no es simplemente una actividad económica clandestina; representa la materialización de un Estado fallido en ciertas regiones, incapaz de garantizar seguridad, justicia ambiental y cumplimiento normativo. El precio de esta abdicación institucional lo pagan las comunidades abandonadas a merced de grupos criminales y un entorno natural condenado a la devastación.
La pregunta ya no es si podemos combatir la minería ilegal, sino si existe voluntad política real para enfrentar a quienes, desde dentro del propio aparato estatal, la fomentan, protegen y se benefician de ella. Mientras el oro siga brillando en los bolsillos de funcionarios corruptos, la única certeza es que los ríos amazónicos seguirán muriendo en el silencio cómplice de quienes juraron protegerlos.
La opinión de Felipe Pesántez