Por: Wilson Benavides Vásquez, analista político
La masacre a plena luz del día de al menos siete pescadores en el puerto artesanal de Esmeraldas, el ataque armado en Posorja, el asesinato de tres guías en las afueras de la Penitenciaría del Litoral y el sicariato contra un policía y una mujer al interior de una Iglesia en Santa Elena, más dos o tres amenazas de bomba en Quito y varias explosiones en Guayaquil refleja no solo los niveles de crueldad y violencia con los que el crimen organizado está sometiendo a la sociedad, sino también la ausencia total del Estado, la ineptitud e indiferencia de sus autoridades y la impotencia de un pueblo aterrorizado.
Y es que al parecer el gobierno actúa en función de la teoría de los hechos consumados; es decir, reacciona una vez que el daño está hecho. Esto refleja que tanto la Secretaría de Seguridad Pública y del Estado como la Secretaría Nacional de Inteligencia (SENAIN) carecen del más mínimo trabajo técnico para enfrentar estas amenazas.
El papel del saliente Diego Ordóñez en la primera y de Fausto Cobo en la segunda, es prácticamente inexistente, al menos de lo que se conoce en la opinión pública. Sus resultados son paupérrimos, al punto que han convertido al Ecuador en uno de los países más inseguros del continente, muy cerca ya de convertirse en el primer Estado fallido de la región andina.
Nadie se explica cómo sin un perfil adecuado para el cargo, Ordóñez pasó de legislador de CREO a consejero presidencial y luego a secretario de Seguridad Pública en tiempo récord, ni tampoco el rol que el coronel del Ejército en servicio pasivo, ex director de la Academia de Guerra y otrora legislador de Lucio Gutiérrez, con quien protagonizó la asonada militar que terminó con el gobierno de Jamil Mahuad el 21 de enero del 2000, está cumpliendo al frente de la Inteligencia del Estado, más allá de tomarse fotografías sobre una retroexcavadora en una de las masacres carcelarias o durante su viaje a Israel, donde supuestamente acordaron establecer una línea de cooperación en temas de seguridad.
Hasta hace menos de dos décadas, el Ecuador se vanagloriaba de ser la “isla de paz” localizada entre la Colombia de los rezados dejados por los carteles de la droga liderados por Pablo Escobar, los hermanos Rodríguez Orejuela, las FARC y el ELN, y el Perú del terrorismo de Sendero Luminoso o Túpac Amaru, entre otros.
Atrás quedó ese relato cuando a la luz de la realidad observamos que -al menos desde los últimos dos gobiernos- la ausencia del Estado se movió desde la línea de frontera con Colombia hacia las cárceles de Latacunga, Guayaquil y Cuenca, y ahora al corazón de las ciudades. Es un hecho de que aunque las fuerzas de seguridad mantienen el control del territorio, han perdido el control del espacio al interior del mismo.
El Ecuador se ha convertido en lo que el antropólogo francés, Marc Augé, define como un “no lugar”, un espacio donde todos transitamos de manera anónima. Y eso es al parecer ahora una estrategia de supervivencia. Mejor no denunciar, mejor no intervenir, mejor no hablar…para no meternos en problemas, es la consigna social.
La Esmeraldas de Mataje, Borbón, Muisne o San Lorenzo llegó a la capital provincial. Los actos violentos de inicios de los 2000 en Barranca Bermeja, Puerto Nuevo, Lago Agrio o el puente internacional sobre el río San Miguel, en Sucumbíos, se están reproduciendo hoy al interior del país, a vista y paciencia de las autoridades, las que han reducido la Inteligencia estatal a la transcripción de contenidos de redes sociales, escuetos resúmenes de ruedas de prensa de la oposición política o análisis de información basados en rumores o incluso en noticas falsas.
En el plano de la realidad concreta, vemos niños y adolescentes de entre 10 y 15 años de edad siendo autores directos de delitos contra la vida como secuestros y asesinatos. Niños y jóvenes que no tienen otra opción más que convertirse en futbolistas o sicarios; así de cruda es la situación, que nos deja sin esperanza y al borde del abismo.
¿Dónde están los colectivos y organizaciones promotoras de los derechos de la niñez y la adolescencia? ¿Dónde quedó su papel para evitar que más menores de edad sigan siendo engullidos por el crimen organizado? Y ¿dónde está la política social que debería garantizar condiciones mínimas para el desarrollo de este sector poblacional?
Al parecer hoy somos los ciudadanos quienes debemos gestionar -a nuestra cuenta y riesgo- las condiciones básicas de supervivencia. El anonimato y la indiferencia, no deberían ser las respuestas. Tampoco es justo que continuemos viviendo nuevas semanas infernales. ¡Ya basta!.
La opinión de Wilson Benavides.