Por: Tatiana Sonnenholzner, especialista en comunicación digital
No sé cómo definir al amor, pero por descarte se que no es egoísta. Lo aprendí con mi abuelo. Él me enseñó muchas cosas. El valor de cumplir tu palabra, la importancia de la ética como el eje transversal de tus acciones, el apoyo sin condiciones, horarios ni agendas. Me enseñó que hay que acompañar los actos con los pensamientos y respetar tus ideales, a ser puntual, terminar los deberes, el lujo de una siesta después de almuerzo y la adrenalina de saltar en la barra brava de un equipo que no te pertenece. Me enseñó su ternura y devoción proporcional a su tamaño y fortaleza, cariñoso a su manera, superávit en desprendido de lo material y temperamento.
Un hombre de más de un metro noventa, deportista desde que se fugaba del colegio para jugar básquet en el parque hasta ser seleccionado de Pichincha en el mismo deporte, fuerte y con los cojones del tamaño de su generosidad para ocupar el rol de padre de quien, por falta de estos, no lo logró. Elegante, con un estilo exquisito que en su porte y belleza no pasaban desapercibidos. Me regaló el privilegio de contribuir en su vanidad al otorgarme la responsabilidad de cortarle el pelo y hacerle manicure, me lo gané a pulso fingiendo un talento que no tenía, pero pretendiendo profesionalmente para no decepcionar. Con un físico admirable, imposible de alcanzar el paso, el primero en llegar, el que más resistía, el que volvía para recordarte que estás muy lenta para su gusto, pero también para empujarte a llegar. Trabajador, querido y respetado en su oficio, divertido y malcriado sin filtros, con la autenticidad como bandera. Así lo recuerdo… aunque no terminó así.
Para ir a ese lugar tengo que rebuscar en mi memoria y como cuando uno revisa una maleta, luego de abrir tengo que volver a ordenar, pero es necesario. A ese hombre inquebrantable, lo apagó una enfermedad violenta que no dio tregua ni tuvo compasión. Poco a poco o demasiado rápido, el tiempo es confuso, se fue marchitando. En la profundidad de sus ojos, cuando sostenía la mirada, podía ver a la persona con el que bailé el vals en mi graduación, yo moviéndome por inercia y él dándolo todo como cada cosa que hacía en su vida, pero en la realidad era un niño pequeño e indefenso que necesitaba la atención de alguien para desarrollar lo más básico. Y eso, alguien como él no podía permitírselo. Si estaba en sus manos la decisión y hubiese tenido la opción, seguro acababa con su sufrimiento en el momento que supo que de lo que padecía no había retorno, ni siquiera estabilidad, solo un salvaje desgaste.
Esta es la parte donde crees que es verdad lo que dicen los enamorados, que el sentir pasa por dos lugares diferentes, la razón y el corazón y es justo donde se pierden quienes no comprenden la decisión del otro porque lo siguen analizando por el lado incorrecto. Así llegó la lección que, de poder elegir, me la saltaba, pero la vida no pregunta. El amor no es egoísta y con base en ese amor, ama y acepta la voluntad del ser amado, aunque difiera de la tuya. El amor no es egoísta y quien opta por asistir su muerte lo hace para terminar con una situación que superó su capacidad, pero también por el amor a quienes lo aman.
Parado desde un lugar fuera de la ecuación es fácil opinar sobre lo que parece mejor, con ese poder en sus manos les puedo sugerir que hagan una sola cosa: vivan así SU PROPIA vida y ejecuten sus opiniones sobre ustedes mismos. Lo único que nos pertenece, al final del día, es nuestro cuerpo. Un holograma con un custodio que no debería pedir permiso para que otros decidan sobre cómo debe vivir y mucho menos cómo y cuándo debe morir. Este es un dictamen que no le corresponde a nadie más que a quien lo considera. Si hoy regreso a ver atrás concluyo que pasó como debía pasar para poder entender esto, no me queda más que la aceptación, pero también se pudo evitar mucho dolor en ambas partes si tan solo hubiese existido la opción, no es necesario quedarse con la sombra de quien un día fue el sol para poder generar consciencia.
Este texto es por Paola Roldán, por su valentía y fortaleza, pero sobre todo por su amor que es todo, menos egoísta. Te admiro profundamente y me uno a tu voz para que el gritar sobre lo que no debería tener una justificación se vuelva menos desgastante y difícil.
La opinión de Tatiana Sonnenholzner.