Por: Wilson Benavides Vásquez, analista político
La disolución del Parlamento ecuatoriano pasará a la historia del Ecuador como uno de los ejemplos paradigmáticos de cómo el diseño institucional corre el riesgo de ser utilizado según los intereses de turno, inspirados -muchas veces- por las vanidades y el ego desmesurado, de los inquilinos del poder.
Y el ego y la vanidad, siempre son malos consejeros a la hora de tomar decisiones, porque nublan la visión periférica, que todo dignatario de elección popular debe cultivar, si quiere sobrevivir en los sinuosos senderos y las arenas movedizas de la política.
Esa es quizá una de las explicaciones para entender la inesperada decisión del presidente, Guillermo Lasso, de disolver la Asamblea Nacional mediante el Decreto Ejecutivo No. 741 del pasado 17 de mayo, toda vez que, contrario a sus declaraciones públicas, las elecciones anticipadas beneficiarían directamente al correísmo, que en 2021 y en los comicios locales del pasado 5 de febrero, obtuvo importantes resultados en las urnas.
Si con la “muerte cruzada” su intención era bloquear un supuesto “plan macabro” que buscaba el retorno de esta fuerza política, tenía que evitar la posesión -el 14 de mayo- de los integrantes del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, elegidos en los últimos comicios.
Eso en la medida en que esa institución es la que organiza -a través de comisiones ciudadanas de selección- los concursos para renovar a varias instituciones, entre las que se incluyen la Fiscalía General y la Contraloría General del Estado, “joyas de la corona” de la clase política.
En su entrevista con la cadena de noticias CNN, el mandatario explicó que este plan iniciaba con su censura y destitución en el Parlamento y se concretaba, posteriormente, con un juicio político a esas autoridades, para colocar a personas afines al ex presidente, Rafael Correa, y garantizar su impunidad.
Para evitar ese escenario, dijo, amparado en el artículo 148 de la Constitución, disolvió el Parlamento por “grave crisis política y conmoción interna”, una figura que no necesitó dictamen previo de la Corte Constitucional, pero según el Decreto, se ampara en la sentencia interpretativa No. 002-10-SIC-CC de 9 de septiembre de 2010 y en el dictamen No. 001-17-DDJ-CC de 21 de diciembre de 2017, de ese mismo alto tribunal.
Según el gobierno, la supuesta grave crisis política se expresa “al existir incertidumbre sobre la capacidad de los órganos del Estado de cumplir sus funciones adecuadamente y atender las necesidades ciudadanas por la confrontación que se ha dado desde el Legislativo hacia el Ejecutivo desde el inicio de la gestión (…)”, y que se ha traducido en la tramitación de 14 juicios políticos (…) incluidos a 5 ministros, así como en dos pedidos de destitución e igual número de intentos de revocatoria del mandato contra el Ejecutivo (…)”
Pero más allá de los argumentos del régimen, queda claro que la “muerte cruzada” neutralizó, en la práctica, el juicio político contra Lasso que se tramitaba en el Parlamento, amparado en el artículo 129 de la Constitución y que -según varios legisladores de distintas tiendas políticas- no alcanzaba los 92 votos necesarios para su destitución. Con ello, ganó en lo táctico, pero quizá, perdió en lo estratégico.
Aunque el inmediato respaldo que las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional dieron a la decisión de Lasso podría parecer -a primera vista- que la misma respondería a una estrategia basada en escenarios prospectivos, conceptual, analítica y metodológicamente diseñados, quizá en la realidad, no es más que una reacción lógica de la base social que sostiene al presidente, prácticamente desde su posesión, en mayo de 2021.
Entonces, la pregunta es obvia. La muerte cruzada se adoptó ¿por vanidad o estrategia? Hasta el momento, la balanza se va inclinando por la primera explicación, haciendo predecibles los resultados que unos anhelan y otros temen.
La opinión de Wilson Benavides.