Por Karen Garzón Sherdeck
Por 44.000 votos de diferencia, Pedro Castillo fue proclamado presidente de Perú. Luego de una segunda vuelta fraccionada donde la excandidata Keiko Fujimori argumentó un supuesto fraude electoral -sin pruebas- dilatando así los resultados oficiales y generando incertidumbre; finalmente, y luego de ser despachadas todas las impugnaciones, se posesionó el outsider de Perú Libre.
En estos días, las primeras acciones de gobierno fueron cuestionadas por la decisión de nombrar a Guido Bellido como primer ministro, investigado por apología del terrorismo, perteneciente al ala más conservadora de su partido y tener un discurso de homofobia y misoginia.
El gobierno peruano tiene un reto enorme y de entrada no se lo ha criticado por su impronta de izquierda, sino por adoptar decisiones que han sido consideradas poco acertadas tomando en cuenta el escenario político actual que vive Perú de fragmentación, hartazgo, corrupción y debilidad institucional.
Aunque las primeras designaciones de ministras y ministros han tratado de conjugar lo técnico y lo político, múltiples sectores de la opinión pública han mostrado su rechazo.
La situación política del país andino hay que analizarla desde diversos ángulos, lo cierto es que Castillo tiene dos opciones: acogerse a la ideología de su partido cuyo secretario general es Vladimir Cerrón y que promete una fuerte oposición y crítica a su gobierno; o buscar la moderación que incluya las diferentes opiniones del Congreso y del electorado.
No convendría prefigurar tan prematuramente una posible vacancia porque Perú ha usado y abusado de esa figura constitucional que lacera la democracia y afecta a todo el país.
Existe sin embargo una corresponsabilidad entre gobernantes y electorado, los primeros deben esforzarse por hacer una buena gestión pensada en el bienestar de toda la población; mientras que los segundos deben tomar conciencia de las y los mandatarios que merecen estar en el liderazgo de su nación.