Por Tamara Idrobo
El pasado dos de junio se conmemoró el día internacional del trabajo sexual. Este día surgió en 1975 cuando 100 ‘prostitutas’ ocuparon una iglesia en Lyon, Francia para visibilizar sus realidades.
Cada persona, ejerciendo su derecho de libertad de pensamiento y opinión, podrá tener o no un criterio formado sobre este tema. En mi caso y desde mi feminismo, yo reconozco que la responsabilidad de escribir, opinar o hablar sobre una realidad que no es la mía, requiere de mucha consciencia. Arranco desde la realidad de que yo no soy una trabajadora sexual y nunca lo he sido. Me considero tan solo una aliada y amiga de varias trabajadoras sexuales de diferentes países de América Latina. Estas amistades y relaciones surgieron desde el trabajo que tuve con organizaciones feministas que me dieron la oportunidad de conocer y aprender las realidades de quienes ejercen el trabajo sexual. Además, me permitió apoyar sus luchas y en algunos momentos defenderlas.
Estas experiencias me permiten hacer eco de estos aprendizajes que he tenido a través de mis años de activismo feminista. Sin embargo, la premisa para mi será siempre que, para hablar de trabajo sexual, se debe tener presente la voz y la palabra en primera instancia de todas las personas que viven esa realidad.
Lo que busco al escribir este artículo es aportar con información para que la gente se sume al debate con más elementos que les permita posicionar su punto de vista. Quizás logre que decidan sumarse a la muy necesaria búsqueda de aliadas y aliados que las luchas de las trabajadoras y los trabajadores sexuales requieren.
Aporto algunas definiciones y conceptos que hacen parte de complejos análisis expuestos en un sinfín de literatura disponible en la red. Extiendo mis disculpas si es que en este intento he omitido mencionar términos relevantes para el debate.
Debemos empezar por reconocer que el trabajo sexual confluye con la intimidad sexual de las personas. Mas aún en sociedades como la ecuatoriana que son profundamente religiosas. Hablar de la sexualidad abiertamente implica reconocer a las personas como seres sexuales. Bajo estos parámetros, hablar sobre la vida sexual de los hombres es menos complicado que hablar sobre la vida sexual de las mujeres. Esto se debe a que el Ecuador es una sociedad patriarcal y machista. Patriarcal porque lo masculino (hombres) tiene supremacía -con privilegios incluidos- sobre lo femenino (mujeres). Es machista porque existen comportamientos (que pueden provenir de cualquier persona sea ésta, mujer o hombre) que ejercen violencia y opresión sobre las mujeres, basándose en la idea de que la mujer debe ser considerada como un ser inferior al hombre. En la página de la organización Oxfam intermón podrán extender la consulta sobre la definición de sociedad patriarcal y cuál es la diferencia con el machismo.
El estigma que existe sobre la sexualidad en las sociedades patriarcales y machistas contempla que el placer sexual del hombre prevalece sobre el de las mujeres. Se considera que las mujeres deben estar siempre dispuestas a complacer a los hombres, inclusive si es a merced de sus propios deseos. Las sociedades patriarcales y machistas también consideran que las mujeres no tenemos deseos sexuales y que nuestro único destino es el de llegar a ser madres. Y cuando ya lo somos, se acepta que sean otras mujeres las que ocupen el rol de complacer sexualmente al hombre.
Desde esta perspectiva, las sociedades patriarcales y machistas pretenden anular el derecho de nosotras, las mujeres, a decidir con autonomía sobre nuestros deseos sexuales. Además, a partir de la cultura, la moral y la religión imponen juicios de valor en donde la sexualidad de las personas debe de enmarcarse y expresarse únicamente dentro de relaciones monogámicas, heterosexuales y que, de paso, estén avaladas dentro de la “sagrada institución” del matrimonio. Estos delineamientos anulan, estigmatizan y castigan cualquier posibilidad de un disfrute sexual que, siendo consensuado, pueda darse fuera de estas normas.
El trabajo sexual irrumpe en esta esfera de sociedades patriarcales y machistas porque ofrece la posibilidad de acceder a ejercer otros tipos de placeres y experiencias sexuales principalmente a los hombres. Y es así que, dentro de esta realidad, existen mujeres o hombres que deciden tener una transacción económica a partir de brindar ese placer a un hombre o a una mujer, y están también los hombres y las mujeres que deciden solicitar dicho servicio. También están las personas que optan por explorar su propia sexualidad a través de contratar servicios sexuales con corporalidades sexuales diversas. Me refiero a las mujeres o hombres que deciden tener relaciones sexuales con personas transexuales que ejercen el trabajo sexual. Estas experiencias sexuales y de búsqueda de placer se enmarcan en una transacción que debe ser consensuada, acordada y reconocida económicamente tanto por las personas que lo solicitan (clientes), como por las que brindan estos servicios sexuales (trabajadora/es).
Desde la perspectiva de algunos discursos de los derechos humanos, el trabajo sexual es considerado lo que la palabra dice: un trabajo. Es decir, una labor donde se da la prestación de un servicio -en este caso sexual- a cambio de una remuneración económica. El trabajo sexual se ejerce desde varios espacios que pueden ser: ‘night clubs’; hoteles; centros o espacios de diversión destinados para aquello; servicios de ‘scort’ (persona que acompaña a alguien y que puede o no incluir servicios sexuales); contratos a través del internet; o en las calles de las ciudades. Definir al trabajo sexual como trabajo es reconocer que detrás de esta labor existen personas que ven a esta actividad como una profesión, y que por lo tanto buscan que este trabajo sea reconocido como tal, con el fin de acceder a los beneficios y los derechos laborales como tiene cualquier otra profesión.
Para las trabajadoras y los trabajadores sexuales, la prostitución es el término para definir la explotación sexual de una persona que NO ha decidido de forma libre, voluntaria y sin extorsiones, brindar los servicios sexuales. Dentro de este esquema de prostitución entra la presencia de la figura del proxeneta, quien es la persona que extorsiona y obliga (en la mayoría de los casos a mujeres vulnerables y violentadas) para que ejerzan los servicios sexuales, y de esta forma beneficiarse recibiendo sino todo, sí la mayoría de la compensación económica o material obtenida por esta explotación.
La trata es el tráfico, movilidad y comercio de personas con el fin de explotación sexual. La trata implica el sometimiento de forma violenta y en contra de la voluntad de las personas que son víctimas de abuso y violencia sexual. Hay que tener claro además que la trata de personas no solo se limita a la sexual, sino que también incluye todo tipo de explotación.
El aporte que muchas trabajadoras y trabajadores sexuales, aliadas y aliados damos en este debate, consiste en diferenciar al trabajo sexual de la prostitución y de la trata, por ser estas realidades diferentes desde la concepción y comprensión que se tienen de ellas.
Debo mencionar que, dentro de los espacios feministas, este debate provoca divisiones y conflictos de dos posiciones que están claramente confrontadas entre sí: por una parte, estamos las feministas a quienes nos denominan como “reglamentaristas” porque nos planteamos la reglamentación (que incluye la descriminalización y la legalización) del trabajo sexual con el fin de que este trabajo sea reconocido como tal. Por el otro lado, están las feministas nombradas como “abolicionistas” que son quienes luchan para que la “prostitución” sea reconocida como explotación de los cuerpos y, por ende, sea abolida.
Las feministas que desean abolir el trabajo sexual argumentan que las personas (sea esta mujer, hombre, o de cualquier identidad de género como las personas transexuales) no deciden libremente ejercer el trabajo sexual, sino que son meramente víctimas del sistema que las explota, las abusa y las oprime. En sus argumentos mencionan que son víctimas porque no se les ha permitido acceder a ninguna otra alternativa laboral. Abogan por la abolición posicionando también a los/las clientes como las personas responsables del círculo de violencia y explotación de los cuerpos de quienes son “obligada/os” a ejercer la prostitución en contra de su voluntad.
Si bien es cierto que muchas personas que ejercen el trabajo sexual lo hacen porque no han tenido ni han encontrado otra alternativa de ingreso económico, tampoco deja de ser cierto que hay quienes optan, deciden y eligen de forma totalmente libre, voluntaria y consciente ejercer este trabajo. Son justamente estas personas las que luchan para que una vez que el trabajo sexual sea reconocido como una profesión y como una opción laboral, se logre poner fin a la vulnerabilidad, clandestinidad, precariedad y a todo tipo de violencia (sobre todo la policial y la estatal) en la que viven. Además, luchan para que una vez que el trabajo sexual sea legalizado, la erradicación de la trata y de la prostitución pueda alcanzarse.
Existen discursos feministas abolicionistas que promueven que, si se legaliza al trabajo sexual, las mujeres seguirán siendo más vulnerables a la explotación de un sistema que usa sus cuerpos y vidas para satisfacerse. Aquí es necesario mencionar y reconocer que existen cuerpos de otras mujeres que no ejercen el trabajo sexual, y que son mercantilizados y explotados dentro del sistema capitalista en el que vivimos que busca beneficiarse del trabajo que ejercen esos cuerpos. Reconocen o nombran a estos trabajos como “trabajos dignos” ya que la parte del cuerpo que se utiliza para realizarlos no contempla los órganos sexuales, ni tampoco implica el placer sexual de las/os clientes, sino que usan otras partes del cuerpo que son más decorosas, o menos “problemáticas” y más “aceptables y útiles” como son las manos. Me refiero a otros trabajos que se sirven de la trata de personas para la explotación de mujeres como son: las maquilas (la ropa que usamos), la industria floricultura (las flores que admiramos), la industria frutícola (las frutas que comemos) así como los trabajos de servicios de cuidado y/o de limpieza, etc.
Cuando las feministas y otras personas posicionan la idea de que ninguna mujer nace para ser prostituta, la trabajadora sexual Georgina Orellano (trabajadora sexual Argentina que tiene tatuado en uno de sus brazos la palabra ‘puta’ como reivindicación de su profesión) responde que ¡Ninguna mujer nace para decirle a otra mujer lo que puede o no hacer con su cuerpo!
Hasta que el trabajo sexual no sea regulado y reconocido como un trabajo, las personas que lo ejercen estarán siempre a merced de la clandestinidad, del rechazo, y sometidas a todo tipo de abusos y violencias de una sociedad mojigata que consume, disfruta y se beneficia de los servicios sexuales que ofrecen, para luego rechazarles, estigmatizarles y dejarles en la precariedad y abandono, alejada/os de cualquier opción de protección, particularmente de la protección que el Estado está obligado a garantizar, me refiero a los derechos humanos.
El libro: Yo soy trabajadora sexual, Crónicas de polvos, risas, dolor, libertad y sueños (Haydeé Tapia Carrión, 2020) presenta este poema: “A ti mujer, que te dicen prostituta, que te llaman puta y tus derechos tú disputas… Pero la sociedad no sabe que eres una mujer que trabaja, que educa, y que siempre da la lucha… A esa mujer, que defiende sus derechos… que ejerce un trabajo, el trabajo sexual…No es delito ni pecado, es su trabajo, es trabajo sexual.” El poema escrito por Milagros, trabajadora sexual, nos invita a cuestionar-nos las posturas que tenemos frente a este tema que más que ser un debate candente, es una realidad que existe en nuestra sociedad, sociedad que tiene la deuda pendiente de garantizar los derechos humanos de todas y todos, independientemente del trabajo, labor o profesión que se ejerza.