Por: Esteban Ron
Una de las opiniones más populares que existe en el espectro electoral y, no solo en lo electoral, sino también en la ejecución de un gobierno (gobernanza) y efectividad de la administración pública (gobernabilidad), es que el populismo se ha convertido en una herramienta antidemocrática porque en su práctica existe cierto grado de perversión y desnaturalización de la representación política.
Esta es una realidad que debemos asumirla pero no distorsionarla. Que no siempre se ha constituido como algo influyente dentro de las democracias modernas. Ojo, no estoy afirmando que sea algo bueno, sino que puede responder a las características propias de una persona que participa en la política hasta de manera no intencionada en inclusive algo que ponemos de manifiesto en nuestro día a día.
En efecto, hay mucho bonapartismo en el populismo o viceversa. O, hay mucho carisma en las organizaciones (políticas, sociales o civiles) populistas que suelen despertar ánimos referenciales a las verdaderas intenciones de estas personas y que es ahí cuando y donde se ponen de manifiesto estas desnaturalizaciones.
Con estos antecedentes, analicemos un poco más a profundidad lo que estamos viendo en las campañas electorales en el país, que iniciaron este pasado 31 de diciembre de 2020.
Ante esto hay que considerar que los potenciales gobernantes (candidatos) buscan legitimidad de representación que se manifiesta a través de la intensión del voto, y se materializa a través del voto efectivo el día de las elecciones. La pregunta es, ¿Cuál es el tipo de legitimidad que estos requieren?
De la división weberiana básica entre: legitimidad carismática y la legitimidad racional-legal de los gobernantes debemos señalar que cada una nos propone distancias implícitas entre gobernantes y gobernados por el simple hecho de existir. Lo lógico es que, desde una visión moderna, nos queramos alejar del populismo para buscar algo más concreto, es decir, que nos vayamos por la legitimidad racional – legal; sin embargo esta legitimidad es realmente aplicable en la democracia moderna, cuando existe una distancia amplia en materia cultural tanto como en materia de nivel de vida entre gobernantes y gobernados.
La distancia es súper profunda, tanto así que, las realidades en las que vivimos son tan diferentes en cuanto a los dos estándares anunciados entre uno y otro vecino. La profundidad de la distancia hace que la representación y legitimidad se vuelvan una engañifa “ya que para representar algo correctamente, hay que al menos parecerse o sentirse unido a quien representas”, esto en palabras de Chantal Delsol, profesora e intelectual francesa en su obra “Populismos.- Una defensa de la indefendible”.
Por lo tanto, cabe aquí una simple reflexión, el alejamiento cultural y de forma y nivel de vida hace que el elector busque como autoridad a alguien que se le parezca. Aquí la explicación de los varios intentos de algunos candidatos que rompen su línea habitual o su estándar establecido en cuanto a la imagen política y aparecen en tik-tok vestidos de viudas, con un vaso de cerveza el viernes o en un taxi escuchado Radiohead.
El populismo en las democracias modernas pero distantes se ha vuelto una reacción natural no solo de carácter discursivo sino también en la forma de actuar de quienes buscan espacios de poder; si lo vemos en el día a día nosotros somos populistas cuando buscamos aceptación social en nuestros grupos de amigos y adoptamos formas o posturas frente a un tema para no sonar apáticos o con falta de elocuencia.
El catalogar a alguien como populista el día de hoy se lo ve como un insulto o injuria en al ámbito político, pero gracias a pensamientos como el de Desol, podemos ver que las prácticas funcionales traspasaron los ámbitos políticos o electorales y ahora todos nos convertimos en populistas y naturalizamos a esta práctica como una forma de buscar agrado.