OPINIÓN

¡Dejen de destruir lo público! | Opinión

Por: Elena Rodríguez Yánez

Es sábado 8 de marzo. Después de participar en la histórica marcha del día de la mujer trabajadora y caminar por las calles del centro histórico de Quito, junto a miles de amigas, alzando mi puño, reivindicando los derechos alcanzados y reclamando los que quedan por conquistar, regresé a mi hogar para cuidar a mis hijos. El más pequeño, de apenas 8 meses, me esperaba con ictericia, síntoma de lo que podría ser una hepatitis.

El instinto hizo lo suyo. Llamé a mi compañero de vida, a la pediatra y tía de mi hijo y sin pensarlo dos veces, salimos “volando” al hospital. La disyuntiva: acudir a una casa de salud privada o -a pesar de la destrucción a la que han sometido los gobierno de derecha durante los últimos ocho años- ir a lo público.

La billetera fue la voz más elocuente y terminamos en el Hospital Carlos Andrade Marín (HCAM), del Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social (IESS). En la puerta, el primer aterrizaje a la realidad: “Señora, solo puede entrar un familiar por paciente”, sentenció el guardia. Más tarde, esa disposición que me resultaba absurda cobraría sentido.

En el triaje, otro encontrón con la precariedad. Luego de la revisión médica, la enfermera me disponía:  “Hay que comprar 2 tubos rojos, 2 tubos lilas, 1 tubo celeste, fíjese que sean pediátricos, 2 cateter #24”

Náhuel, mi compañero y papá de Joaquín, se convertiría en el más eficiente proveedor no solo de ternura y tranquilidad, sino de cuanto insumo médico nos solicitaran. Él calcula que en total gastó alrededor de $200USD. En el hospital no había ni gasas.

Mi madre, que esperaba en la calle noticias de su nieto, me contaría luego cómo, padres desesperados, con receta en mano y lágrimas en los ojos, deambulaban rogando colaboración -para no decir caridad- para comprar las medicinas que el Estado no podía suministrar.

Tras la valoración y sospecha de una condición genética denominada favismo, fuimos trasladados a urgencias pediátricas. En una habitación de 6×4, nos esperaba una angosta camilla y una silla, junto a otros 5 niños y niñas y sus respectivas madres. Allí entendí por qué el dictamen de aquel guardia era determinante: “un familiar por paciente”. El hacinamiento era evidente. No cabía una aguja. Ese pequeño espacio se convirtió en nuestro hábitat por los siguientes tres días.

Rayos X, ecografías, exámenes de sangre, más exámenes de sangre, transfusiones, oxígeno, incertidumbre, dolor.

La precariedad del hospital contrastaba con la calidad y la calidez de los médicos tratantes, de las enfermeras, del personal de nutrición y de aseo. Su vocación hacía gala; a pesar de la falta de medicinas, de insumos, de la estrechez, de la escasez, estaban ellos allí poniendo al servicio de los más necesitados su cabeza y su corazón.

El HCAM es uno de los hospitales más grandes del país, pertenece al Seguro Social; es decir, es fruto de las conquistas de los trabajadores alcanzadas a inicios del siglo XX.

Según datos oficiales, la deuda del Estado con el IESS por prestaciones de salud asciende a más de $5 mil millones de dólares y por el aporte del 40% al pago de pensiones, mantiene atrasos de casi  2 mil millones más.

Aunque la Constitución establece que el presupuesto del Estado para el sector salud debe equivaler a no menos del 4% del Producto Interno Bruto, la derecha se ha empeñado en desatender a ese sector y así justificar su privatización.

El fortalecimiento del sistema de salud es imperativo y representa la única alternativa para otorgar a los ecuatorianos condiciones sanitarias dignas, como garantía de los derechos humanos más básicos.

Mi niño hoy está bien gracias a los profesionales del HCAM que pusieron todo su conocimiento, talento y corazón para sacarlo adelante.

Mi niño está bien a pesar del desmantelamiento al que han sometido al sistema público de salud los gobiernos de derecha.

Mi niño superará este episodio de terror y no será gracias a quienes prefieren pagar a los tenedores de deuda, antes que poner primero al ser humano, a la vida.

La salud es un derecho humano fundamental, no un privilegio. La salud es un derecho, no un negocio. Y quienes están al frente del Ejecutivo tienen la obligación de formular políticas públicas que garanticen el acceso universal a servicios de calidad.

¿Será que un Daniel Noboa, su esposa o sus hijos han pisado un hospital público en su vida? ¿Con qué conocimiento o empatía pueden administrar algo que desconocen? ¿Cómo se pueden poner al frente de un Estado al que quieren desaparecer?

Nadie debería enfrentar la disyuntiva de acceder a servicios de calidad o poner en riesgo la vida de sus hijos por no tener dinero.

Esta realidad no es ajena para la mayoría de ecuatorianos, pero sí para las élites que han gobernado esta pequeña nación durante los últimos 8 años.

Hoy y desde mi experiencia sentencio: Quienes se encargaron de destruir el sistema público de salud merecen ser juzgados por traición a la patria.  

¡Ni perdón ni olvido!

Opinión en Primera Plana

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