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Diana Salazar: cuando la justicia se convirtió en espectáculo | Opinión

Por: Galo Betancourt

La renuncia de Diana Salazar a la Fiscalía General del Estado no solo marca el fin de una etapa institucional, también representa el cierre de un ciclo en el que la justicia del país se transformó en una plataforma discursiva funcional a determinados intereses y al espectáculo mediático. Su gestión fue mucho más que un período de casos controversiales; fue una arquitectura comunicacional diseñada para operar sobre la opinión pública antes que sobre el debido proceso.

Richard Sherwin en su libro When Law Goes Pop, afirma que cuando la justicia se convierte en espectáculo, deja de funcionar como institución imparcial y la línea entre el derecho y la ficción se desvanece, poniendo en riesgo el Estado de Derecho. Ese principio se hizo evidente durante la gestión de Diana Salazar, quien transformó a la Fiscalía en un actor protagónico del espectáculo político.

Los procesos penales dejaron de ser espacios de búsqueda objetiva de la verdad para convertirse en narrativas dramáticas, donde el veredicto inminente aparecía en los titulares de prensa y en los comentarios de redes sociales. Filtraciones selectivas, chats,  ruedas de prensa cargadas de teatralidad, acusaciones con escaso o nulo sustento judicial y una clara vocación por el impacto mediático antes que por el rigor jurídico. Todo ello confluía en juicios paralelos donde los medios condenaban antes que los jueces siquiera tuvieran oportunidad de deliberar.

En la cobertura del llamado «caso Sobornos» las pruebas fueron discutidas en la prensa antes que en los tribunales y se instauró la idea de culpabilidad anticipada, que hasta hoy es difícil de desmontar incluso con argumentos jurídicos. Lo mismo ocurrió con otros importantes casos, donde el timing que imponía la Fiscalía coincidía sospechosamente con coyunturas políticas clave.

Uno de los elementos más consistentes del discurso de la Fiscalía fue la construcción de una narrativa moralizante. Salazar posicionó su figura como la encarnación del bien frente al mal de la corrupción, representada supuestamente por el correísmo. Esta simplificación maniquea eliminó toda posibilidad de análisis estructural de la corrupción y desplazó la discusión hacia el terreno emocional, donde no se trataba de probar delitos, sino de confirmar lo que el público ya estaba predispuesto a creer según sus niveles de animadversión.

Por años, los medios reprodujeron este relato con eficacia. Diana Salazar no solo ejerció como Fiscal General, se convirtió en el personaje central de una telenovela institucional donde el enemigo estaba perfectamente identificado, los aliados convenientemente protegidos y el relato —lejos de construirse sobre fundamentos jurídicos— se escribía desde la lógica del espectáculo mediático. El storytelling que marcó su gestión respondía más a los intereses políticos del momento que a los principios del derecho penal.

La Fiscalía bajo su mando adoptó de forma explícita la lógica del entretenimiento. Detenciones planificadas con cámaras presentes, allanamientos convertidos en puestas en escena, conferencias de prensa con guion dramático, pasaron a ser parte del repertorio institucional. Casos emblemáticos como el juicio contra Rafael Correa o la construcción mediática del caso Metástasis, por citar dos ejemplos, funcionaron como episodios de una serie de Netflix, en la que cada nueva filtración no aportaba necesariamente al proceso judicial, pero sí garantizaba mayor tensión, cobertura y espectacularidad.

Pero mientras la “telenovela” se desplegaba, otros casos  “durmieron el sueño de justos”: el reparto de hospitales en pandemia, los vacunados VIP, el caso INA Papers, los supuestos vínculos del gobierno de Guillermo Lasso con la Mafia Albanesa, el caso Petronoboa… Todos quedaron impunes, protegidos por el silencio o la omisión.

Durante los procesos electorales, el papel de la Fiscal fue abiertamente político, convirtiéndose quizá en la figura más determinante y omnipresente. Tanto sus acciones como sus omisiones tuvieron un impacto directo en la configuración del entorno electoral, moldeando la percepción ciudadana sobre las candidaturas y las fuerzas políticas. En lugar de salvaguardar la imparcialidad y la equidad procesal, su gestión se caracterizó por silencios estratégicos y acusaciones cronometradas.

Tanto ella como su equipo entendieron a la perfección a la era de la posverdad. Su presencia pública, el tono con el que emitía acusaciones, su alianza con medios hegemónicos y la reiteración de su narrativa moralizante fueron herramientas estratégicas para consolidar su hegemonía.

El legado de Diana Salazar es una Fiscalía que dejó de tener como objetivo el ser un órgano técnico-jurídico para convertirse en un dispositivo narrativo del poder. En ese proceso, la línea entre verdad y espectáculo se desdibujó por completo. Lo más  grave es que se normalizó, quizá para siempre.

Opinión, en Primera Plana

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