Por Tamara Idrobo
Como feminista me resisto al rol de sufrimiento y sacrificio que las sociedades nos asignan a las mujeres. Generalmente cuando nacemos a las niñas nos enseñan con ejemplos diarios que el amor consiste en dolor. Como consecuencia, las mujeres vivimos con la idea constante de que mientras más grandes sean los sacrificios que asumimos en nuestras vidas, “más y mejor mujer” somos y “más y mejor amor” damos.
A estas alturas de mi vida, yo me sigo encontrando con mujeres que llevan como ‘eslogan’ en sus vidas aquel dicho que dice: “quien no vive para servir, no sirve para vivir”. Desde el respeto profundo que siento por estas mujeres, que deciden dedicar su vida a servir a otras personas, manifiesto mi profunda resistencia y rebeldía a determinar que sean los sacrificios y el sufrimiento los que me definan a mí como mujer.
El ser mujer en Ecuador y en América Latina, casi que va de la mano con las constantes pruebas de dolor y sacrificio que nos enseñan a soportar. Cuando las mujeres en Ecuador demostramos algún hito de resistencia y/o valentía, nos dicen “machas”. ¡Qué irónico! hasta usan una palabra masculina (macho) en femenino (macha), para referirse a la fortaleza que algunas mujeres demostramos en un momento de nuestras existencias.
Desde pequeñas, a las niñas nos dicen que debemos aguantarnos que los niños nos traten mal. Por ahí, hay quienes dentro de una cultura arcaica, enseñan a las niñas que si un niño la molesta o le fastidia, es porque en realidad ella le gusta. Desde ahí partimos con la enseñanza equivocada de que el amor debe doler. Y que el amor, solo es amor cuando se manifiesta desde el dolor.
Estoy segura de que casi todas las mujeres en Ecuador hemos soportado actos de violencia. A muchas mujeres nos ha costado definir experiencias vividas como actos violentos. La vergüenza es un determinante que nos impide admitir que hemos sido víctimas de dichas violencias. Adicionalmente, las mujeres terminamos ocultado o silenciando los actos violentos recibidos por sentimientos de culpa. Muchas veces llegamos a creer erróneamente que nosotras los provocamos.
Las sociedades patriarcales y machistas nos han enseñado a normalizar todo aquello que NO es normal. A tal punto que llegamos a creer y a convencernos que es por nuestra culpa, o peor aún, porque como somos mártires y debemos sacrificarnos, debemos aguantar sentir dolor y sufrimiento.
Cuando las mujeres tenemos el poder de acceder a espacios de auto-análisis, nos damos cuenta que hemos vivido vidas con violencias que son normalizadas por la familia a la pertenecemos, por las escuelas y colegios que nos educan y por las sociedades que nos construyen y de las cuales somos parte.
Hablar de violencia es exponer los sentires más íntimos que las mujeres guardamos. Me refiero a que son íntimos porque atraviesan las relaciones familiares y personales que construimos desde la niñez. Es que es justamente desde las cunas familiares donde las mujeres tenemos como referencia a nuestras abuelas, madres, tías, primas o hermanas, a las que hemos visto ser violentadas sistemáticamente. Tanta es la violencia a las que ellas y nosotras hemos sido expuestas, que cuando llegamos a la juventud o a la adultez, casi que nos cuesta diferenciar o definir que lo que experimentamos no es amor, sino simples actos de violencias ocultos en esa idea errónea de lo que nos han enseñado debe ser el amor.
Desde las cunas que arrullan nuestros sueños de niñas, nos adentramos a ser parte de círculos perpetuos de violencias que nos acompañan a la mayoría de las mujeres en el transcurso de nuestras vidas. Insisto, a las mujeres nos educan con la idea de que mientras más resilientes al dolor seamos y mientras más sacrificios demostremos, mejores mujeres somos y mejores madres seremos.
A veces siento iras conmigo misma por no haberme revelado con más fuerza y determinación frente a tantos machos violentos que había en mi familia, y sobre todo me da coraje, no haberme dado cuenta antes de que siempre he tenido el poder de frenar cualquier tipo de violencia.
No fue hasta que yo crecí y que el feminismo llegó a mi vida, que me di cuenta del poder y la fuerza que tengo en mi voz y en mis actos. Sin embargo, las violencias se presentan de tantas maneras y desde todo tipo de personas, que aún a las mismas feministas nos cuesta reconocerlas. Lo he dicho abiertamente y lo vuelvo a decir, que también he recibido violencias provenientes desde otras mujeres que se hacen llamar a sí mismas feministas.
Pese a todo lo vivido, reconozco que desde mi feminismo, yo ahora puedo distinguir y nombrar a las violencias. El feminismo también me ha enseñado la premisa que los silencios son cómplices de las violencias. Y es que, como a las mujeres nos enseñan desde chiquitas a servir y a sacrificarnos, pues todo aquello que confrontamos en nuestro rol de servicio y sacrificio debemos callarlo también.
Cuando una mujer rompe el silencio de las violencias es porque algo se rompe definitivamente en ella. Usualmente, lo que se rompe es el miedo. Para que esto llegue a suceder, las mujeres atravesamos procesos extremadamente violentos, dolorosos, desgarradores y largos que nadie, absolutamente nadie, tiene el derecho ni la potestad de juzgar.
Tan feroces suelen ser los procesos de violencia que las mujeres vivimos que, cuando decidimos denunciar y hablar sobre las violencias de las que hemos sido víctimas, sabemos que siempre nuestra palabra será puesta en tela de duda. Siempre, siempre, SIEMPRE estará el sistema, el Estado, las amigas, los amigos, la familia, compañera/os, vecina/os, las o los colegas que intentarán persuadirnos con cuestionamientos que nos llevarán a dudar de lo que nuestros cuerpos y psiquis saben, sienten, nos dicen y reconocen: que lo que hemos vivido y experimentado NO está bien.
A muchas mujeres nos han dicho cosas como: “¿estás segura de que eso fue lo que sucedió? ¿no será que estás resentida y lo que buscas es llamar la atención? ¿por qué hacer más daño? ¡no seas débil, tienes que aguantar!, ¡lo hecho, hecho está y tienes que saber perdonar!” El mensaje siempre es el mismo: a las mujeres nos piden que vivamos y aceptemos las violencias porque básicamente, las violencias hacen parte de la construcción de nuestras vidas ya que vienen atadas a nuestra identidad de ser mujer. Hay quienes inclusive con alevosía llegan hasta echarnos la culpa diciéndonos cosas como: “es que tú te lo buscaste” “es tu culpa” “no hay nada que hacer, eso te pasa por ser mujer”.
El feminismo, a través de mi madre, me ha enseñado a reconocer y a aceptar mis imperfecciones, mis contradicciones, mis gustos, mis deseos y a partir de ese reconocimiento, amarme y respetarme todos los días. Quizás muchas personas se resisten a los feminismos porque les parece que la esencia de los feminismos es egoísta. Egoísta, según esas personas, porque nos enseñan a las mujeres a anteponer primero nuestro propio bienestar antes que el de ninguna otra persona. Los feminismos nos enseñan a las mujeres a respetarnos, a reconocernos, a complacernos, a mirarnos, a aceptarnos, y sobre todo y ante todo, a amarnos a nosotras mismas como prioridad en nuestras vidas. Y es que cuando se experimenta el amor propio, dar y brindar amor desde el auto respeto y el auto reconocimiento no puede sino provocar que el amor que se da y se recibe sea basado en eso, en el respeto y el reconocimiento de nuestros cuerpos y seres imperfectos que nos hacen merecedoras de amores llenos de reconocimiento, complacencia, aceptación y respeto.
Si las mujeres construyéramos nuestras relaciones desde este acto “egoísta” de amarnos y aceptarnos a nosotras mismas, con mucha seguridad y sin duda alguna, sabríamos reconocer cuando las relaciones que tenemos no nos están respetando y aceptando. Desde el reconocimiento del amor y el respeto propio sabríamos que el amor se goza y se disfruta en libertad y sin miedo. Sabríamos también aceptar que ser resilientes no significa ser serviles a las violencias.
Finalmente, sentiríamos con toda certeza que si algo nos duele o si alguien nos hiere es porque NO es amor sino violencia. Así, viviríamos nuestras vidas desde la premisa de que:
¡El amor no duele, la violencia sí!
Yo vivo para amarme, yo no vivo para servir.