Por: Tatiana Sonnenholzner, especialista en comunicación digital
Migrar. Escrito en un cartel, en luces de neón de color rojo fosforescente titilantes frente a ti, captando toda tu atención y habitando tu cabeza después de verlo. Es que suena muy interesante ¿verdad? Nuevas oportunidades, aventuras, un futuro brillante. En un mundo globalizado, la migración tiene la etiqueta de ser la solución mágica a todos los problemas, un «producto premium» que te promete una vida mejor. Pero, si te pones a pensar un momento, se te podría ocurrir que hay algo más detrás de esa etiqueta reluciente, algo que está en la letra pequeña de ese contrato que firmaste excitado por tus válidos sueños que escribe: migrar te causará un trauma. Hacerlo bajo discreción, existen contraindicaciones, los posibles efectos secundarios son mareos, desolación, inadaptación, soledad; si presenta síntomas y puede: regrese y si no puede: aguante…esas letritas que van muy rápido y con la misión de pasar desapercibidas cual marca que contrató a un sagaz agente de publicidad y marketing para venderte algo.
La migración no es solo un cambio de paisaje. No es como ir de la costa a la sierra y adaptarte a la altura de una ciudad a otra, o elegir una playa mejor para tus vacaciones. Migrar es un desarraigo profundo. Es como si fueras un árbol plantado durante años en un terreno donde, pese a las adversidades y los cambios en el entorno, creciste. Hasta que te arrancarán desde las raíces y te dejas caer en una tierra extraña, donde hasta las pequeñas cosas te recuerdan que no eres de ese lugar y entonces tienes que buscar una tierra fértil para echar el rejo, pues de otra manera tu supervivencia peligra. De todas formas, si plantado no estabas seguro, tampoco podrías florecer.
Como con cualquier trauma, sino se lo mira directo a los ojos frente al espejo, se reconoce su existencia y se le clarifica quién manda en esa relación, te consume, te posee y habita tu cuerpo haciéndolo el vehículo de un alma vacía y sin fe que va contaminando todo a su paso. Cambiando tu nombre a “víctima” y tu apellido a “de tus circunstancias”. Si eres de los pocos privilegiados dueño de sus decisiones, la siguiente después de migrar debe ser esa. Al final ya te enfrentaste al reto mayor, lo demás es un juego de niños.
Nadie te cuenta lo que se siente perder tu idioma, perder la cercanía de tu gente, perder ser parte de la vida de quienes amas, perder el calor de tu casa, el sabor de la comida de tu madre. Nadie habla de la soledad que viene con el proceso. Ese vacío que no se llena con un teléfono saturado de contactos, ni con una nueva «red de amigos». Y qué decir de los miedos, esos que son como sombras que te siguen en cada paso, cuando ni siquiera sabes si vas a poder volver, ni si tu acento será una barrera o un signo de «extraño» o de si vas a ser un extraterrestre con permiso de residencia durante toda la vida.
Y ahí está la valentía, Porque migrar es también enfrentarse al miedo, a la incertidumbre, a lo desconocido. No es solo decidir qué maletas empacar. Es decidir qué partes de ti mismo estás dispuesto a dejar que mueran porque sino el sobre equipaje es impagable, y cuáles de ellas vas a reconstruir en un lugar donde ni siquiera el aire tiene el mismo olor. Migrar es un acto de valentía pura, aunque a veces nos lo pinten como una «aventura». Implica una constante adaptación. No solo a un país nuevo, sino a una nueva forma de ser, de pensar, de percibir el mundo. El trauma, entonces, no está solo en el choque cultural, sino en esa sensación de estar, a veces, fuera de lugar, fuera de tiempo, fuera de ti mismo. El trauma es también aceptar que tampoco eres de dónde fuiste ni tampoco de dónde estás.
Pero, claro, al final todo tiene un costo. El costo de dejar atrás lo que te hacía sentir seguro, de arriesgar lo conocido por algo que ni siquiera sabes si valdrá la pena. Y ese costo, mi querido lector, no aparece en los folletos turísticos y el pago es intransferible.
La opinión de Tatiana Sonnenholzner.