Por Tamara Idrobo
“Yo quería que fueras hombre” me dijo mi madre cuando años atrás yo siendo una niña, conversábamos sobre los sentimientos en sus embarazos y recuerdo que le pregunté: Mami, ¿Qué pensaste cuando estabas embarazada de mí? A esta respuesta tan determinante por su parte le siguió otra de mis preguntas: ¿Pero, por qué, mami? Debo confesar que yo envuelta en un sentimiento confuso le insistí, pues no entendía de cómo era posible que yo siendo mujer y mi madre también, haya deseado que yo fuera hombre. Las palabras de su respuesta fueron determinantes y de un sopetón lo entendí todo:
“¡Porque los hombres sufren menos para conseguir sus metas y la vida para ellos es menos difícil!”
Comprender el significado de las palabras de mi madre, ha permitido que yo experimente de una forma diferente mi identidad de mujer.
A partir de los análisis y cuestionamientos que hago de todo, todo el tiempo, he llegado a comprender que en estas palabras de mi madre están expresadas sus vivencias de su ser de mujer, de las mujeres que a ella le han acompañado en su vida y de las que a ella la antecedieron.
¡Ser mujer es extremadamente complicado!
Y es que no basta con decirlo, con describirlo, con mencionarlo: ¡Hay que vivirlo!
Los retos que vivimos las mujeres no solo se presentan en el momento que llegamos al mundo en nuestros cuerpos de niñas, sino que estos desafíos vienen acompañados por los de nuestras madres desde el momento que decidieron cargarnos en sus vientres. Y a ellas les anteceden los de sus madres, y a éstas los de sus madres y así sucesivamente. Es decir, que los desafíos de ser mujer es una herencia que cargamos desde el pasado de nuestras ancestras. Es que nuestros cuerpos de mujer nacen con una carga de complejidad y desafíos históricos como consecuencia de lo que somos: mujeres.
En las sociedades ecuatorianas y latinoamericanas, ser mujer es directamente proporcional a:
– Vivir violencias de todo tipo y de todo grado, en todas partes y todo el tiempo.
– Ser oprimidas, explotadas y discriminadas por un sistema y por las instituciones que sostienen a ese sistema.
– Ser silenciadas, corregidas y tratadas con condescendencia por quienes nos creen inferiores y porque temen que si no nos silencian sus poderes y privilegios están bajo amenaza.
Ser resiliente no es suficiente.
Debido a que las mujeres vivimos bajo constantes ataques de violencia y bajo la amenaza de un sistema que es machista y patriarcal, hemos aprendido a tejer redes de apoyo entre nosotras y a reaccionar, pese al miedo que sentimos, con fuerza para no dejarnos doblegar.
Si las sociedades entendieran que en el abrazar y cuidar a la diversidad de nuestra humanidad está la clave hacia la igualdad, existirían no solo más políticas sociales de educación, justicia y atención a la salud especializadas para mujeres. Adicionalmente, la sociedad en su totalidad no entiende los mecanismos de defensa que las mujeres tenemos que construir para protegernos de sus embates. La sociedad debe dejar de ejercer control sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas.
Ser mujer significa que todos los esfuerzos para vivir y para lograr alcanzar los logros que nos planteamos, requieren diez veces más esfuerzo que lo que se les exige a los hombres. Todo, porque por el simple hecho de ser mujer, nosotras somos vistas, asumidas y tratadas por la sociedad como seres inferiores. Y que, por serlo, la sociedad en general se siente en la impunidad de poder ejercer sobre nuestros cuerpos y vidas todo tipo de violencias, opresiones, explotaciones y discriminaciones. Sabemos que ésta es la realidad en la que vivimos. Por esto y por tanto, ¡Ser mujer no es igual a ser resiliente porque en nuestras vidas, ser resiliente significa ser una sobreviviente!
Vivir en constante amenaza es una realidad con la que las mujeres aprendemos a vivir, unas con mayores y mejores herramientas que otras, pero todas sabemos que lo que cada una vive en sus contextos no es igual ni se parece a lo que viven y experimentan los hombres en nuestros mismos contextos. Para ellos, los desafíos y las vivencias han sido, son y si no hacemos nada seguirán siendo, menos complejas y complicadas que para nosotras las mujeres.
No bastan las buenas intenciones ni reconocer los privilegios que los hombres tienen sobre las mujeres. Tampoco basta que los hombres desde sus mejores intenciones trabajen por comprender su privilegio de género. Como sociedad, debemos comprender que los hombres deben asumir la realidad que los acompaña, y que si de verdad buscan una equidad, deben aprender a escucharnos más y a hablar menos; a recibir menos y dar más; y a retirarse en silencio sin mostrarse condescendientes. Estos comportamientos de los hombres con buenas intenciones no deben ser ni reconocidos ni celebrados sino, naturalizados.
Las mujeres no necesitamos que ‘nos den dando o nos den haciendo’, tampoco necesitamos que nos recuerden que lo que alcanzamos es consecuencia de que un hombre haya cedido sus espacios para que nosotras estemos donde estamos. Las mujeres necesitamos reconocer en todas nuestras luchas y logros, todos aquellos desafíos no superados por nuestras ancestras que no les permitieron gozar y celebrar, ni mucho menos les concedieron la posibilidad de vivir sus vidas en paz y con libertad.
Las mujeres debemos sentirnos orgullosas, seguras y tranquilas de serlo. Las mujeres debemos tener la libertad de poder construirnos y aportar a las sociedades desde lo que somos, desde lo que tenemos y desde donde estamos, sin sentirnos amenazadas y tampoco violentadas por toda una sociedad llena de personas que temen perder sus poderes y privilegios.
La construcción de un futuro de equidad requiere que tanto hombres como mujeres transitemos los caminos con respeto y con el reconocimiento de que son justamente nuestras diferencias, lo que nos permite construir. Ahora, creo yo, los cambios dependen de que cada persona se haga responsable, de que reconozca quién es y que sepa el poder que tiene para contribuir a ese cambio.
Mi súper poder es ser mujer, ¿Y el tuyo? ¿Cuál es?