Por Tamara Idrobo
Las personas tenemos derechos que son inalienables a nuestra existencia como seres humana/os. Pese a esto, las realidades que vivimos nos demuestran que no solo los derechos humanos son ignorados y violentados, sino que también son negados, es decir, son inexistentes para mucha/os de nosotra/os.
El derecho a migrar, o los derechos que tienen las personas en situaciones de movilidad humana, hacen parte de la lista inagotable de derechos que se niegan y se anulan. Derechos por los cuales yo también lucho desde mi feminismo.
Para conocer más sobre la movilidad humana les invito a ‘googlear’ la vasta información disponible. Por mi parte, prefiero escribir desde mi condición e identidad de migrante porque creo que quizás así logro incentivar reflexiones entre quienes deciden leerme.
Migrar debería ser una decisión y no una obligación.
Cuando las personas tomamos la decisión de dejar nuestro país de nacimiento, decidimos dar un paso que no es fácil y que está lleno de incertidumbres. Ser migrante es una identidad que nos cuestiona continuamente nuestro sentido de pertenencia.
Las personas dejamos nuestros territorios de origen y llevamos en el alma la identidad de ser y de pertenecer al territorio que dejamos. Con el tiempo, empieza a construirse en nosotra/os el sentimiento de pertenencia del territorio donde nos encontramos residiendo y construyendo nuestras vidas.
Miles de personas deciden migrar porque confrontan realidades que les obligan a hacerlo en la búsqueda de oportunidades de trabajo y progreso. Ecuador lleva en su historia la memoria de olas migratorias de millones de cuidadana/os que se vieron obligadas a migrar por la necesidad de sobrevivir. A finales del siglo pasado, Ecuador fue una nación incapaz de garantizar a su pueblo los derechos humanos para que las personas vivan en dignidad. Los relatos de las y los migrantes de esa ola migratoria siguen presentes en la memoria política y social del país.
Estremecida/os debemos admitir que, como nación, nos encontramos enfrentando una nueva ola migratoria de personas que a toda costa -inclusive arriesgando sus vidas- toman la decisión de migrar en búsqueda de un futuro en otros horizontes.
Yo tomé la decisión de migrar de forma consciente e informada hace casi dos décadas. Sé que mi proceso migratorio fue elegido y privilegiado, pero a pesar de que mi migración tuvo estas características no ha dejado de marcar mi vida. Tampoco deja de ser una realidad con la que tengo que convivir y que remueve en mi alma sentimientos muy intensos.
Tomar la decisión de migrar en libertad y con la garantía de contar con las posibilidades de hacerlo en condiciones dignas y seguras, no se comparan a la falta de oportunidades que obligan a las personas a iniciar procesos migratorios llenos de riesgos, peligros y vulneraciones de todos sus derechos. Lo que sí tienen en común ambos procesos, es el hecho que de una u otra manera las personas nos despedimos de nuestras historias, memorias, familia, amistades, amores, paisajes, olores, sabores y parte de nuestras vidas.
La distancia duele.
Quienes migramos, somos personas que aprendemos a vivir con y en la distancia. Vivir lejos es un proceso de aprendizaje que nunca terminamos de asimilar porque pese a que podemos llegar a construir nuestras vidas en otros territorios, siempre llevaremos dentro de nuestras conciencias y almas la noción del tiempo transcurrido a través de nuestras ausencias en nuestros países de origen.
Pese a que las y los migrantes aprendemos a aceptar la distancia con la que tenemos que lidiar, nunca deja de ser un proceso de aceptación por completo porque sabemos que vivir lejos de los territorios y de las personas que amamos y que nos definen, duele, siempre dolerá.
Resido en Europa, en una sociedad totalmente diferente a este territorio que se encuentra entre hermosas montañas y que me vio nacer y que me arropó en los primeros 20 años de mi vida. Fui educada con la comprensión que las oportunidades que se presentan en la vida hay que asumirlas con responsabilidad y que hay que buscarlas, cultivarlas y aprovecharlas. A través de los esfuerzos de mi madre y de la educación que ella me dio, siempre tuve claro que uno de los objetivos que tenía que alcanzar, era salir del país para prepararme profesionalmente. Con lo que no conté, es que ese objetivo por estudiar y prepárame fuera de mi país me llevaría a construir mi vida lejos, muy lejos de mi lindo y conflictivo Ecuador.
Visitar, vivir y partir.
Uno de los objetivos que sé que las y los migrantes llevamos siempre y constantemente presente, es el poder visitar a nuestro país y a nuestros seres amados. En el día a día de una persona migrante existe siempre esa esperanza de poder regresar así sea solo de visita.
Tengan en cuenta que regresar es muy diferente a retornar. Regresar muchas veces significa únicamente el poder tener un periodo de tiempo (frecuentemente muy limitado) para poder no solo visitar nuestros territorios, sino vivir todo lo que sabemos ha estado esperando por nosotra/os: los abrazos de quienes amamos, los sabores de los alimentos que deseamos y los anhelos de borrar de nuestra realidad esa ausencia que llevamos en nuestra identidad de migrantes.
Retornar por su parte, significa volver al territorio de residencia. Actualmente me encuentro en mi cuidad natal y en pocos días estoy presta a retornar al sitio donde resido.
Al igual que muchas personas, he tenido que esperar mucho tiempo como resultado de la pandemia antes de poder visitar a mi país. Vacunada y con muchos anhelos hace casi cinco semanas llegué a mis montañas y en estas semanas de estar aquí he podido vivir, sentir y experimentar muchas de las cosas que tanto añoro. Mi visita en estas semanas ha significado mucho para mí y creo que me tomará un poco de tiempo asimilar y analizar todo lo vivido.
He compartido momentos con mucha gente, con familiares y amistades. He tenido reencuentros, pero sobre todo he mantenido encuentros con gente con la que deseaba conversar, compartir e intercambiar.
Me llevo tantos aprendizajes y reflexiones que sé que las debo procesar cuando me encuentre ya en el país en el que resido y desde donde me anclo todos los días al Ecuador que tanto amo y que también, tanto me duele.
La pandemia y la tecnología nos ha permitido a la humanidad crear y mantener relaciones en la distancia. Yo estoy convencida que para quienes somos migrantes, la pandemia y la tecnología nos permite estar muy presentes en la realidad del país en medio de nuestras ausencias físicas.
Una de las más aclamadas canciones de Joan Manuel Serrat dice así:
“Todo pasa y todo queda
Pero lo nuestro es pasar
Pasar haciendo caminos
Caminos sobre la mar…
Caminante, son tus huellas
El camino y nada más
Caminante, no hay camino
Se hace camino al andar
Al andar se hace camino
Y al volver la vista atrás
Se ve la senda que nunca
Se ha de volver a pisar…
Murió el poeta lejos del hogar
Le cubre el polvo de un país vecino
Al alejarse le vieron llorar
Caminante no hay camino
Se hace camino al andar…”
En pocos días tengo que partir -una vez más- y estoy consciente de que debo prepararme nuevamente a revivir ese sentimiento que las y los migrantes cargamos cuando nuestro cuerpo se aleja de nuestro país. Digo cuerpo porque nuestros pensamientos, mente, afectos y sentires se quedan siempre ahí, de donde nacimos, de donde somos, donde pertenecemos y a donde siempre deseamos volver.
Los caminos que las y los migrantes transitamos están llenos de despedidas constantes y es un proceso marcado por la distancia, pero sobre todo y ante todo, por el tiempo. Ese tiempo que quienes vivimos distantes de nuestros países de orígenes sabemos que se desvanece y que nunca vamos a poder recuperar.
Quienes migramos sabemos que ¡Ningún ser humano es ilegal! porque migrar es un derecho humano y por serlo, debe enmarcarse en las luchas sociales para que se garantice que las personas que elijan migrar no sean criminalizadas y sobre todo, que no tengan que arriesgar sus vidas como consecuencia de haber tomado esa decisión.
Migrar duele, migrar es esperanza, migrar es un aprendizaje constante de vida. Migrar también es llevar el dolor de las despedidas y fortalecerse con la esperanza de un nuevo -y ojalá pronto- regreso para volver a encontrarnos con lo que somos y para volver a abrazar a quienes amamos, añoramos y extrañamos siempre