Por: Wilson Benavides Vásquez, analista político
No quiero imaginar el miedo y la angustia de Mauricio Martínez y su esposa, Vanessa Egas, cuando en la lluviosa madrugada del domingo 12 de marzo fueron secuestrados, en la ruta viva al nororiente de Quito y trasladados a una vivienda de la Ferroviaria Alta, un barrio urbano-marginal del sur de la ciudad. Tampoco puedo describir la desesperación de tres taxistas informales que permanecían cautivos -casi en paralelo- en una casa de caña y techo de zinc en Monte Sinaí, en Guayaquil.
Ante los insultos, las agresiones físicas y las amenazas a su integridad personal por parte de sus captores, seguramente decenas de plegarias fueron recordadas al pie de la letra y por su memoria pasaron -como un huracán- las imágenes de sus familias, de las personas que los esperaban en sus casas.
Ambos hechos fueron denunciados a la Unidad Antisecuestros y Extorsión (UNASE) de la Policía Nacional, y los dos tuvieron un final alentador. Pasadas las 4:00 de la madrugada del lunes 13 de marzo, un tuit de la Fiscalía General, anunció que la pareja Martínez-Egas fue rescatada, que se encontraba en un hospital y su estado era estable; mientras que en un operativo similar, los taxistas secuestrados también fueron liberados.
El año pasado, solo en Guayaquil, se denunciaron 28 secuestros extorsivos, mientras que en lo que va del 2023, esa cifra se incrementó a 82. En Quito, en cambio, el año pasado, se registraron 10 secuestros, y en estos primeros tres meses de 2023, ya llegaron a 24. A escala nacional, en 2021 se denunciaron 350 extorsiones, mientras que en 2022, esa cifra creció un 810%, llegando a 2.850 denuncias, según lo revelaron esta semana el comandante de la Policía, Fausto Salinas, y el ex comandante del Ejército, Luis Altarmirano, en entrevistas con radio Sonorama.
Más allá de las cifras, los ecuatorianos asistimos hoy a una realidad crudamente inédita. Pasamos de la inseguridad en la frontera norte agudizada a raíz del secuestro y asesinato de una pareja de civiles y de un equipo periodístico de diario El Comercio en 2018, a los motines carcelarios en el corazón de las principales ciudades (entre 2019 y 2021); y de estos hechos, a los sicariatos por la disputa de territorios para el microtráfico en las provincias de la costa (2022).
Ahora, las “vacunas” y los secuestros extorsivos campean por todo el país, convirtiendo prácticamente a cualquier ciudadano en un blanco potencial, como lo reconoce la Policía al explicar que estos actos son delitos “de oportunidad”, que ya no están dirigidos solo a personas de alto estatus económico.
Eso significa que los delincuentes ya no solo amedrentan o incluso pueden disparar para robar el dinero o las pertenencias de la gente, sino que el objetivo es el control total y el sometimiento absoluto de la persona mediante el secuestro. El efecto psicológico sobre la sociedad es devastador: estamos obligados a volvemos a encerrar ya no por la pandemia, sino por la delincuencia. Y la confianza interpersonal, cimiento del tejido social, se está diluyendo aceleradamente.
De acuerdo con un informe del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) de 2019, citado en las entrevistas con Sonorama, el secuestro extorsivo es el segundo delito que genera mayor afectación a la credibilidad y funcionamiento del Estado de derecho. Desde el punto de vista geopolítico, aunque el Estado ejerce su soberanía sobre el territorio, ha perdido el control del espacio al interior del mismo, lo que significa que en la actualidad, incluso circular por cualquier avenida o carretera del país, sea totalmente inseguro.
¡Estamos secuestrados!
La opinión de Wilson Benavides.