Por: Wilson Benavides Vásquez, analista político
Lo sucedido con los periodistas y trabajadores de diario El Comercio así como con las decenas de comunicadores de los medios incautados que durante meses o incluso años continúan esperando el pago de sus salarios y liquidaciones es un claro ejemplo de la decadencia del periodismo en el Ecuador.
En este país no se puede vivir de este oficio salvo contadas excepciones. Quizá por eso, los medios de comunicación se han ido quedando sin periodistas, quienes -en el mejor de los casos- han migrado a la burocracia estatal, a la cátedra universitaria o han emprendido en iniciativas propias en plataformas digitales. Otros, en cambio, han tenido que dejar abiertamente el periodismo para dedicarse a otras actividades o incluso buscar mejores días en el extranjero.
Seguramente estoy siendo injusto con esta profesión a la que amo pero también siento que es necesario problematizar la situación por la que está atravesando ya que con la influencia de las redes sociales prácticamente cualquier persona con un teléfono celular podría ejercer el oficio sin pisar jamás un aula o una sala de noticias. Los “influencers” están reemplazando a los líderes de opinión como los “coaching” a los psicólogos clínicos.
Los medios son las únicas empresas que además de generar capital económico producen réditos políticos. Son los únicos que -hasta hace pocos años- podían colocar contra las cuerdas a los gobiernos de turno; de allí que varios mandatarios colocaban a los directivos de estas empresas como parte de la cuota política del servicio exterior, algo que continúa sucediendo pero obviamente nunca va a ser cuestionado.
Sumado a ello, en contextos de polarización social como el ecuatoriano, el periodismo tiende a ser colonizado por las lógicas de la política partidista, convirtiendo a los periodistas en militantes y viceversa causando un efecto inmediato en la ciudadanía que cada vez más tiene actitudes hostiles hacia la prensa como todos lo hemos atestiguado al menos en los últimos paros nacionales de 2019 y 2022.
Quizá por eso, hacer periodismo en la época previa a las redes sociales donde los periodistas no se creían “influencers” o “cheer leaders” del poder de turno fue quizá el momento donde el oficio vivió sus mejores años.
Estar físicamente en el “lugar de los hechos”, viajar de manera sorpresiva a cualquier parte del país o de la región para “cubrir” un acontecimiento, encontrar una “primicia” o sacar a la luz pública lo que los políticos u otros agentes de poder intencionalmente buscaban ocultar, hacían del periodismo una pasión inmune a cualquier desencanto.
Las precarias condiciones labores derivadas de las abismales diferencias salariales entre los puestos de jefatura y los periodistas “de calle”, la falta de transparencia respecto de la afiliación a la seguridad social de los reporteros, o la escaza participación de los gremios profesionales en defensa de los derechos de sus agremiados eran fácilmente soportables bajo el trillado argumento de que lo importante es “hacer lo que se ama” y de que este oficio “se aprende en la práctica”, más que en las aulas.
Pero esta realidad concreta era invisibilizada por la confluencia de tres mitos sobre el ejercicio profesional: 1) el mito de la “marca”; 2) el mito de la “experiencia”; y 3) el mito de la “exclusividad”.
El primero se expresaba en la diferencia entre medios “grandes” y medios locales, o entre emisoras de radio, diarios de circulación nacional y canales de televisión. Aunque en prácticamente todos, las condiciones laborales eran similares, la marca del medio imprimía la personalidad al reportero, quien en más de una ocasión vivía una permanente crisis de estatus.
El segundo mito posicionaba a los periodistas que cubrían por años una misma fuente como las únicas voces autorizadas para generar contenido de calidad, lo que muchas veces bloqueaba el surgimiento de nuevos talentos pero también acarreaba un conflicto ético entre fuentes y redactores del que muy pocas veces se habló.
El tercero, derivado de los anteriores, se traducía en que los temas importantes generalmente eran difundidos en uno o pocos medios grandes, generando una suerte de monopolio de la información relevante.
Silenciosamente, estas tres creencias fueron configurando al periodismo como un “oficio de egos” carente de autocrítica y pensamiento conceptual, lo que generó las condiciones para que en la actualidad esté atravesando una crisis estructural en la que necesita reinventarse.
Con las redes sociales, el “monopolio” de la información se ha diluido; la “exclusividad” ha sido reemplazada por la “rapidez”; la “experiencia” del periodista por la “creatividad” del influencer, donde las formas vacían los contenidos siendo los memes la mejor forma de contar historias.
En este contexto, los periodistas nos enfrentamos al dilema de la huida o la persistencia pero no de una profesión sino de una pasión, de la que jamás se sale ileso.
La opinión de Wilson Benavides.